domingo, 13 de junio de 2010

JULIO CAO Y EL COMBATE DE MONTE LONGDON


Lo conocí cuando ingresamos el mismo día a la milicia, allá por marzo de 1981. Nos tocó la misma Compañía, el mismo grupo en el período de instrucción en Ezeiza, lugar al que llegamos luego de partir del Regimiento de Infantería Mecanizado 3 de La Tablada. Esos 52 días de entrenamiento compartimos sudor, bromas, anécdotas, aguante y la esperanza tan peculiar de colimbas que era la llegada del franco tan esperado, la expectativa por disfrutar de unos cortos días de civilización puteando la inminencia del retorno al cuartel tan temido.
Ya incorporados a la monocromática vida cuartelera un día en el regimiento me pidió que le tomara la consabida fotografía de los conscriptos: con uniforme de combate, casco y fusil. Se la tomé con una Nikon que todavía, vetusta, me acompaña. No se la pude entregar entonces. En esos tiempos revelar un rollo de fotos llevaba semanas. Cuando finalmente las revelé, él ya no estaba en el servicio militar. Se había ido en la primera baja, a los seis meses, porque era casado. Era maestro de primaria.
Yo me quedé hasta la última baja: destino de los que se portan mal, o de aquellos que tenían destinos “privilegiados” como ser asistente u oficinista de la Plana Mayor. A estos últimos pertenecí. Los vituperados soldados que escribíamos con la Olivetti en las oficinas. En fin, los que nos capeábamos las guardias, los “bailes” y la vida de infante en el cuartel.
El amanecer del 2 de abril nos sorprendió de igual manera a todos. No intuíamos que nuestro destino sería Malvinas, pero la lectura realista de las circunstancias nos decía que la tan esperada “baja” no llegaría en las tres semanas que restaban. Alguien –que había fungido como tesorero en la “vaquita” que desembocaría en una noche de bacanal en una cantina de la Boca para festejar el fin de la vida militar, impulsado por el sentido común, empezó a restituir los escasos pesos reunidos.
La sorpresa ante la recuperación de las islas dio paso a la especulación y a ser testigos del retorno de los ex colimbas de la clase 62 que ya se habían ido de baja. Parado en la puerta de mi oficina lo vi regresar. Me contó que pronto iba a ser padre y otras cosas acerca de la escuela donde enseñaba. Días después, ya faltaban pocas horas para embarcar a nuestro destino malvinero. Ya lo sabíamos, no constituyó una sorpresa pues la instrucción para movilizarnos había llegado el 8 de abril. Todo era un frenesí de idas y venidas. La tarde del sábado 10 de abril horas antes de nuestra partida, le dije: “Che, vos podés quedarte. Sos casado, vas a ser padre, tu esposa está embarazada. Podés hablar con alguien, andá, hacé la prueba”. El paso del tiempo hizo mella en mi memoria y no puedo recordar por qué no hizo la gestión. Si fue porque quiso ir como voluntario o porque la convocatoria le marcó un camino ineluctable, no lo supe. Puede también que un inconsciente llamado de la historia haya influido en su decisión. O tal vez ambas.
Así con una mezcla de expectativa y resignación a cuestas embarcamos los bondis requisados de la línea 55 que nos trasladaron hasta el Aeropuerto Militar de El Palomar. Las dudas se tornaron convicciones, la tristeza se volvió euforia, el temor en asombro, la incertidumbre inicial en certeza. Estábamos yendo a Malvinas, íbamos - pasara lo que pasara - a formar parte, aunque sea con una coma, de la historia de nuestro país. No sospechábamos que al regreso ni las gracias, y que el silencio y el ocultamiento sería la bienvenida del Estado Argentino. No nos imaginábamos que muchos de los que especularon con Malvinas y prendían una escarapela en sus solapas luego voltearían sus rostros al vernos; y es que los soldados que regresan de una batalla perdida son el espejo donde se reflejan las frustraciones de una sociedad.
Si la memoria con el paso de los años no me escarcea datos, en Malvinas él fue destinado al grupo de Comunicaciones de la Compañía Comando.
No compartimos la misma posición en las trincheras aunque sí estábamos ubicados en la misma área, al sur de Puerto Argentino, al este del Monte Sapper Hill y con el mar de frente. Nos vimos varias veces. Hablamos del regreso, de su profesión, de sus alumnos, de sus expectativas, de las mías.
La posibilidad de guerra se había mudado en realidad, el regreso con vida en esperanza. En las interminables horas de espera de cada día los proyectos de vida al retorno al continente, a casa, eran la motivación sucedánea de la comida caliente y una buena cama ausentes.
El viernes 11 de junio constituyó para todos una fecha clave. Ese día Juan Pablo II llegaba a Buenos Aires. Seguimos por radios los detalles de la visita. Más que la emoción que contagiaban las noticias, crecía en nosotros la convicción - ingenua de que esa noche - al menos - los ingleses cesarían en sus ataques. Craso error. Aproximadamente a las 21 horas empezó el fuego más intenso que hasta ese día había tenido lugar en toda la campaña de la Guerra de las Malvinas y que se constituyó en el inicio del ataque final sobre Puerto Argentino.
Al ya consuetudinario bombardeo de la artillería naval se le sumó el fuego de la artillería de campaña procedente de Monte Kent y otras colinas que circunvalaban el anillo montañoso de Puerto Argentino. Los batallones de paracaidistas británicos y regimientos escoceses y el 42 y 45 Comando iniciaron su avance contra las posiciones de los regimientos 4 de Monte Caseros, 6 de Mercedes y 7 de La Plata y del BIM 5 en esas montañas. El fuego alcanzó el casco urbano de la capital malvinera.
Nuestro grupo, una suerte de “armada Brancaleone”, rejunte de los oficinistas de plana mayor, comunicaciones y asistentes huérfanos de jefes, nos apiñábamos esa noche en un galpón con forma de hangar en los bordes de lo que constituían las últimas casas de las afueras de Puerto Argentino, debido a que tuvimos que abandonar las posiciones frente al mar a causa de las lluvias que habían inundados nuestros pozos días antes. Entre explosión y explosión salimos de regreso todos hacia las posiciones que contiguas al mar y al Sapper Hill.
De repente, mi jefe - el entonces teniente primero José Luís Blanquet - me avisa que por ordenes del jefe de Operaciones (mayor Berazay) de nuestra Unidad, teníamos que acompañar a un contingente del Regimiento, compuesto por la Compañía de Infantería A y algunos grupos informes, a dar apoyo al Regimiento 7 de La Plata que estaba combatiendo duramente en Mount Longdon. Más tarde se dijo que íbamos a pasar por Moody Brook rumbo al área de Longdon o Wíreless Ridge. Me empecé a preparar. Curiosamente, el Ejército Argentino no tenía provista mochilas para sus tropas. Cargábamos los incómodos bolsones portaequipos. Mi mochila la había hallado en una de esas incursiones a las casas abandonadas de los kelpers. Era del Ejército inglés de la época de la II Guerra Mundial….
Mochila al hombro en el pandemonium que tenía lugar bajo el fuego incesante británico deambulábamos esperando la orden de encolumnarnos hacia el destino. La idea de ir al encuentro directo con las tropas enemigas iba tomando cuerpo en nuestra imaginación. Todos los miembros de la Compañía A iban con lo puesto, el fusil, municiones y a lo sumo el morral con los elementos/cubiertos para comer y una manta cruzada en bandolera, lo cual asemejaba a la estampa de los antiguos soldados de la Primera Guerra Mundial. De repente el teniente primero me avisa que finalmente nosotros, los escasos cuatro miembros del Grupo Inteligencia no iríamos a ese sitio. Sería el Grupo de Operaciones al mando del mayor Berazay quienes finalmente acompañarían el contingente.
Al contingente se sumó, entre otros, el grupo de un sargento constituido a las apuradas en el grupo “Misilero” armados con los misiles SAM 7 soviéticos que el coronel Moammar Jadafi había enviado como muestra de su apoyo a la Argentina. En ese grupo iba Julio Cao. El soldado Cao a quien se refiere esta historia.
Empezamos a ayudar como diera lugar a los soldados de la Compañía A que partían, acarreando cajones de municiones y otras vituallas hacia una suerte de acoplado improvisado tirado con tractor. El terreno estaba totalmente cubierto de hielo, resbaloso y traicionero. El fuego enemigo arreciaba y la noche se iluminaba con bengalas y con el estallido de los cañonazos que caían entre las piedras cerca de nosotros. Mas tarde sería el fuego de la artillería enemiga sería más intenso. Todo era confusión y ruidos estruendosos cuando de repente una voz conocida me saludaba. Era la de Julio Cao.
Aún después de tanto tiempo oigo y recuerdo diamantinamente sus palabras: “Trini - me dijo - me voy con el grupo del sargento Moreno, parece que nos mandan a Moody Brook o Monte Longdon. ¿Te acordás de la foto que me tomaste en el regimiento? Bueno, mirá, si no vuelvo, te pido que se la entregues a mi familia”. Le contesté sorprendido y con un dejo de quién no da crédito a una afirmación: “Andá. No digas boludeces, que nada te va a pasar. Dejáte de joder”. Me volvió a insistir. Entonces le prometí que sí, que así lo haría. No sólo no podía negarme a una solicitud de semejante naturaleza, sino que además él me lo decía con una truculenta convicción, la convicción de aquellos que saben que marchan a la muerte. Nos fundimos en un fortísimo abrazo y entonces él partió con el contingente en el que si no hubiese habido un cambio de orden de último momento, también yo lo hubiera engrosado.
No puedo establecer con certeza si fue la noche del domingo 13 de junio o amaneciendo el 14, pero recuerdo que desde nuestra posición en una casamata pudimos oír por el sistema de radiocomunicación que en el contraataque para recuperar la cima de una colina, Wirelles Ridge creo, Julio Cao había caído. Según contaron los muchachos de la Compañía “A” parece que fue impactado bajo un fuego contundente, algunos decían sin precisión que fueron disparos de fusiles; otros dijeron que fue un misil o cohete anti personal o algo así. Allí quedo el soldado Cao. El maestro de primaria.
Fuente: Programa Radial Destino Malvinas.

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