Un
relato que recopila, a base de documentos históricos, cómo fue aquel 17 de
agosto de 1850.
Dice
la leyenda que el reloj se detuvo marcando las tres. A esa misma hora, el
General José de San Martín daba su último respiro, el 17 de agosto de 1850.
Aquel día había comenzado como cualquier otro para el anciano de 72 años -una
edad considerablemente avanzada para aquella época-, quien se encontraba
afligido por muchas enfermedades y dolores que plantaban en su mente la
inevitable sospecha de la muerte venidera. Sufría de una importante ceguera,
padecía asma e incluso ataques agudos de gota, que entorpecían la articulación
de la muñeca derecha.
Aquella
mañana se despertó temprano. Había amanecido nublado en Boulogne sur Mer, la
ciudad francesa en la cual se había asentado. En el piso superior de una casa,
San Martín había alquilado una habitación y en un cuarto contiguo, viví su hija
Mercedes junto a su marido Mariano Balcarce. Luego del desayuno, le pidió a su
hija que le leyera los diarios, como todos los días, ya que él no podía hacerlo
por sí mismo. Al mediodía almorzó y luego comenzó a tener fuertes dolores de
estómago, acompañados de un intenso frío que le inmovilizó las extremidades. Lo
llevaron a la cama del cuarto de su hija y llamaron a su médico.
Los
dolores se apaciguaron lo suficiente para que el General pudiera dirigirse a
Mercedes para informarle con serenidad y lucidez que al fin le había llegado a
su cuerpo el cansancio necesario de la muerte. Repentinamente, el General hizo
un movimiento convulsivo, indicando a su yerno, con palabras entrecortadas, que
alejara a Mercedes de la habitación para no convertirse en testigo de su
agonía. Y así, el conquistador de los Andes expiró por última vez.
La
muerte en palabras
Félix
Frías fue un pensador argentino, político y prestigioso orador y autor de
numerosos libros. Era también un gran amigo del General San Martín. Estando en
París en aquella época, había resuelto visitarlo en la casa de Boulogne sur Mer
pero lamentablemente, arribó para encontrarse con una triste noticia, un día
más tarde de la muerte del Libertador. Esto escribió al respecto: “En la mañana
del 18 tuve la dolorosa satisfacción de contemplar los restos inanimados de
este hombre, cuya vida está escrita en páginas tan brillantes de la historia
americana. Su rostro conservaba los rasgos pronunciados de su carácter severo y
respetable. Un crucifijo estaba al lado del lecho de muerte. Dos hermanas de
caridad rezaban por el descanso del alma que abrigó aquel cadáver”.
El
propietario de la casa en la que vivió San Martín durante poco más de un año y
medio se llamaba Adolph Gérard. Habitaba la planta baja de aquella propiedad
-ubicada en la calle Grande Rue 105- que hoy es propiedad de la República
Argentina. Abogado, periodista y director de la biblioteca de esa ciudad
marítima del noroeste de Francia, el hombre había cultivado una amistad con San
Martín y prestó su ayuda a Mercedes y su marido con los trámites del sepelio.
Aquel
17 de agosto, Gérard no era ajeno lo que ocurría en el piso alto de su
residencia. Cuando escuchó el llanto de Mercedes, sabía lo que había ocurrido.
Cuando se dirigió a comprobar que efectivamente había muerto su inquilino, se
percató de que las goteras sonoras del reloj de la pared se habían detenido en
las tres.
En
un diario local, Gérard escribió una necrológica del General en la que lo
describía: “El señor de San Martín era un bello anciano, de una alta estatura
que ni la edad, ni las fatigas, ni los dolores físicos habían podido curvar.
Sus rasgos eran expresivos y simpáticos; su mirada penetrante y viva; sus
modales llenos de afabilidad; su instrucción, una de las más extendidas; sabía
y hablaba con igual facilidad el francés, el inglés y el italiano, y había
leído todo lo que se puede leer. Su conversación fácilmente jovial era una de
las más atractivas que se podían escuchar. Su benevolencia no tenía límites.
Tenía por el obrero una verdadera simpatía; pero lo quería laborioso y sobrio;
y jamás hombre alguno hizo menos concesiones que él a esa popularidad
despreciable que se vuelve aduladora de los vicios de los pueblos. ¡A todos
decía la verdad!”.
El
testamento
José
de San Martín fechó su testamento en París, el 23 de enero de 1844, dejando
como única heredera a su hija Mercedes de San Martín, casada con Mariano
Balcarce, que ejercía como embajador argentino en París.
Entre
las cláusulas del documento, se establecía que Mercedes otorgue a su tía María
Elena -hermana del General- una pensión hasta su fallecimiento; que a la muerte
de María Elena le otorgue una pensión a la hija de ésta, Petronila; que su
sable corvo favorito, el de las batallas de Chacabuco y Maipú, fuera entregado
al gobernador porteño Juan Manuel de Rosas. Además, prohibió la realización de
funerales y de acompañamientos hasta el cementerio. Sin embargo, sí manifestó
un humilde deseo: que su “corazón fuese sepultado en Buenos Aires”.
El
30 de agosto de 1850, trece días después de que San Martín falleciera, Mariano
Balcarce comunicó la triste noticia al gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel
de Rosas. Los restos del General fueron depositados en la bóveda de la Catedral
boloñesa, con la intención de que algún día fueran repatriados, según el deseo
de nuestro prócer.
En
1861 sus restos fueron trasladados a la bóveda de la familia González Balcarce,
ubicada en el cementerio de Brunoy, en Francia. Hubo varios intentos de cumplir
con el punto de su testamento que manifestaba el deseo de ser enterrado en su
país, pero su hija se opuso en reiteradas ocasiones, ya que siendo esposa del
embajador en Francia e instalada en ese país, prefería que permanecieran cerca
de su residencia.
Finalmente,
en 1875 muere Mercedes San Martín y se reactivaron las gestiones para repatriar
los restos del General. Durante la presidencia de Nicolás Avellaneda se creó la
“Comisión encargada de la repatriación de los restos del Libertador”. El deseo
del Libertador finalmente se produjo el 28 de mayo de 1880, cuando sus restos
fueron conducidos a Buenos Aires.
Junto
a Domingo Faustino Sarmiento, Avellaneda recibió los restos de San Martín y
fueron depositados en un mausoleo, en la Capilla Nuestra Señora de la Paz, en
la Catedral Metropolitana de Buenos Aires. Dos Granaderos, soldados leales del
regimiento de su creación, custodian su tumba hasta el día de hoy. Y su
espíritu, es custodia de todos los argentinos.
Fuente:
Textos de Bartolomé Mitre / Instituto Sanmartiniano / Relatos de Félix Frías /
“El Libertador Cabalga” / Agustín Pérez Pardella / Diario Soldados Digital.
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