Un día del mes de agosto de 1829 tuvo lugar una célebre entrevista entre el General don Juan Galo de Lavalle y don Manuel de Rosas. La noche estaba oscura. El General Lavalle llamó a su ayudante, Capitán Estrada, y le ordenó que eligiera dos soldados de su mayor confianza. Montaron a caballo los cuatro hombres y se dirigieron en dirección al campamento del General Rosas. A las dos leguas el enemigo les dio el alto, y un grupo de soldados de Rosas los rodeó.
-Soy el General Lavalle. Digan ustedes al oficial que los manda que se aproxime sin temor, pues estoy solo.
El Capitán Estrada y los dos soldados habían quedado atrás.
-Ordene usted -dijo Lavalle al jefe de la fuerza enemiga- que un hombre vaya a avisarle a su jefe que aquí está el General Lavalle, y que necesita un baqueano que lo acompañe al campamento del General Rosas.
El oficial obedeció como si se tratara del propio Rosas. Al rato apareció el jefe de la fuerza; echó pie a tierra y, con el sombrero en la mano, saludó al General Lavalle, quien también había desmontado. Una hora y media después llegaban al campamento. En el silencio de la oscura noche de invierno, los gauchos de Rosas dormían tranquilamente. Un oficial superior le salió al encuentro.
-Diga usted al General Rosas que el General Lavalle desea verlo al instante.
El oficial se conmovió de pies a cabeza, pero cuadrado y respetuoso pudo responder que Rosas no se encontraba en ese momento allí. Lavalle pidió unos mates, y en silencio, sentado en un banquito bajo el alero de la casa, mientras era observado por los soldados de Rosas, los tomó. Al rato dijo al oficial que lo recibiera:
- Indíqueme usted el alojamiento del general.
Y al llegar a la pieza de Rosas, agregó:
-Bien, puede usted retirarse; estoy bastante fatigado y tengo el sueño ligero.
Sin quitarse las espuelas ni las botas, se arrojó sobre el lecho, conciliando a poco un sueño profundo. Cuando Rosas estuvo de regreso, el oficial de servicio en el vivac le dio cuenta que Lavalle estaba solo y durmiendo en su propio lecho, y aquél, a pesar de que sabía dominar sus impresiones, no pudo reprimir algo así como la tentativa de un sobresalto. Rosas se dirigió lentamente a su alojamiento y al entrar ordenó que dos jefes de su mayor confianza quedasen encargados de que no hubiera -ruido alguno mientras durmiese Lavalle, y de que cuando lo sintieran levantado le avisaran sin demora. Cuando recibió el mensaje, Rosas le envió un mate y el aviso de que iba a verle y a tener el gran placer de abrazarle. Cuando los dos generales se encontraron se abrazaron enternecidos.
Fuente: Josué Igarzabal, Reflejos del pasado, Círculo Militar, Buenos Aires, 1964
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