lunes, 18 de enero de 2016

ANIVERSARIO DEL INICIO DEL CRUCE DE LOS ANDES

El día 18 de enero de 1817 comienza el paso de la Cordillera de los Andes. El Ejército de los Andes, al mando del General José de San Martín, empieza el cruce de la Cordillera. Al día siguiente Sale de la ciudad de Mendoza la columna que encabeza el Coronel Juan Gregorio de las Heras, para franquear la Cordillera de los Andes por el paso de Uspallata.
“En veinticuatro días hemos hecho la campaña, pasamos las cordilleras más elevadas del globo, concluimos con los tiranos y dimos la libertad a Chile..."

Palabras del general San Martín en el parte detallado de la batalla de Chacabuco. Santiago de Chile, febrero 22 de 1817. Para la inmensa mayoría de los que estudian y enseñan la historia patria, el paso de los Andes es un hecho de gran realce, una empresa difícil, penosa y peligrosa, pero están muy lejos de imaginar lo arduo y sobrehumano que fue aquel cruce, único en los anales de la historia argentina y universal. Si exceptuamos a los cuyanos que contemplan, día tras día, ese imponente muro de proporciones gigantescas, y oyen a la continua las infinitas peripecias y mortales accidentes que allí tienen lugar, bien pocos han de ser los argentinos que tengan una idea, ni siquiera aproximada de lo que debió costar a San Martín cruzar la Cordillera. El viaje actual, ya sea en tren, ya sea en rápido automóvil u ómnibus de pasajeros, y ni hablar en avión, sólo muy ligeramente capacita para que pueda uno formarse alguna idea de lo que, otrora, significó cruzar aquel compacto aglomerado de gigantescos montes.. Para comprenderlo, con mayor aproximación a la realidad histórica, es menester eliminar, mentalmente, la amplia carretera que hoy existe; es menester suprimir la mayoría de los puentes, y es menester prescindir del túnel, de que se valen, así los trenes como los autos, para acortar distancias y evitar terribles ascensos y descensos. En 1817 nada de eso había. La carretera no era tal; sólo era un camino, de treinta a cincuenta centímetros de anchura, desigual y pedregoso, camino de mulas en el que había que viajar con la lentitud propia de estos animales, dado lo cual, el cruce demandó de 20 días para las tropas de la patria. Es posible que algún estudioso, al referirse al paso de los Andes no peque de esa estrechez mental, ni de esa visual miope, pero la inmensa mayoría de quienes no hayan pasado la Cordillera o, a lo menos no se hayan internado en ella hasta Uspallata, por ejemplo, o hasta un punto análogo, forzosamente han debido formarse, y se forman, una idea harto inadecuada de lo que fue la hazaña sanmartiniana. El coronel Leopoldo R. Ornstein ha escrito, con sobrado fundamento, que “algunos tratadistas han establecido un parangón entre el paso de los Andes con el de los Alpes por Aníbal, primeramente, y por Napoleón después. La similitud es muy relativa, por cuanto difieren en forma muy pronunciada las dimensiones y características geográficas del teatro de operaciones, como también los medios y recursos como fueron superadas en cada caso ambas cadenas orográficas. Esas diferencias son, precisamente, las que presentan la hazaña de San Martín como algo único en su género. En efecto: Aníbal cruzó los Alpes por caminos que ya en esa época eran muy transitados, por ser vías obligadas de intercambio comercial. Y aunque no puede afirmarse que su transitabilidad fuese fácil, tampoco debe considerarse que pudiera presentar grandes dificultades, puesto que el general cartaginés pudo llevar consigo elefantes, carros de combates y sus largas columnas de abastecimiento. San Martín atravesó los Andes por empinadas y tortuosas huellas, por senderos de cornisa que sólo permitían la marcha en fila india, imposibilitado materialmente de llevar vehículos y debiendo conducir a lomo de mula su artillería, municiones y víveres, aparte de haber tenido que recurrir a rústicos cabrestantes e improvisados trineos para salvar las más abruptas pendientes con sus cañones. Habría podido Aníbal franquear las cinco cordilleras de la ruta de Los Patos, escalando, con elefantes y vehículos, los 5.000 metros del Paso Espinacito?
Relatos vagos, imprecisos y descoloridos

Fuera de Espejo, Mitre, Bertiling, Ornstein y alguno que otro historiador de nota, son harto vagas, imprecisas y descoloridas las frases que los escritores en general consagran a la descripción y apreciación del paso de los Andes. Nada digamos de los pintores o dibujantes, inspirados sin duda en los relatos que, por lo común, se encuentran en los libros de texto y en algunos otros de mayores ínfulas. Son sin duda bellos y expresivos los óleos de Scott, de Blanes, Subercasseaux, de Ballerini, de Martín Oneto, etc., en los que San Martín monta brioso corcel, y otro tanto hacen no pocos de sus generales y edecanes, y creeríase al contemplar esas descripciones pictóricas, que fuera tan fácil galopar de Mendoza a Santiago de Chile, como de Córdoba a Ascochinga, o desde Tandil a Dorrego, pero todos esos óleos no responden a la verdad histórica, sino a la poetización de la misma. Tal vez sea el cuadro de Waldemar Carlsen (1861), que conocemos por una litografía de Claisseaux, y de la que hay ejemplares en el Museo Histórico Nacional, el que más se acerca a la verdad histórica, aunque no sin incurrir en inexactitudes.
Caminos que no eran caminos

Todos los pintores mencionados, con excepción tal vez de Carlsen, suponen que San Martín y sus soldados pudieron cruzar, ya a trote, ya a galope, el trayecto cordillerano, entre Mendoza y Santiago de Chile, siendo así que, ni aun hoy día, es posible ese trotar o galopar, si no es en secciones muy reducidas y tan poco aptas que pueden considerarse nulas. El caballo no podía ir sino a paso de mula, y si San Martín llevó 1.600 caballos, de los que sólo 511 llegaron con vida a Chacabuco, era exclusivamente para la batalla o batallas que forzosamente había de librar con el enemigo, al llegar a Chile. Aún en la cuesta de Chacabuco, la caballada no pudo accionar, cual quería San Martín, a causa de lo montañoso de la región. La tracción a carreta, o en carretón, fue absolutamente imposible, aunque en los caminos llanos y amplios, que son los menos, se utilizaron zorras tiradas por bueyes o caballos, en las que se transportaban los diez y ocho cañones, los dos anclotes, las cabrias y parte de los equipajes. Recordemos que sólo las mulas mansas eran adecuadas para el cruce de la Cordillera. Ya en Plumerillo había ordenado San Martín que las mulas, que habían de servir en la travesía, fueran amansadas, de suerte que no produjeran incidentes, con detrimento de la tropa. Aún así, acaeció que algunas motivaran la pérdida de no pocos equipos del ejército. Los pintores, que han consignado en sus lienzos, escenas del cruce de la Cordillera, suponen que las mulas iban con la carga sobre la línea y ampliamente extendida a los dos lados; pero no era así, ya que casi toda la carga, que podían llevar esos híbridos, había de estar colocada sobre el animal, no a los lados. Era absolutamente imposible que dicha carga se proyectara más allá de los veinte o treinta centímetros por lado. El cargar con acierto a las mulas fue una de las maniobras más delicadas, ya que en todo camino-cornisa tenían las mulas que ir casi apegadas al talud, que surgía a uno de los costados del mismo, y cualquier golpe de la carga contra aquel, causaba la caída del animal al abismo, abierto siempre al otro costado. Hoy, como otrora, los caminos tipo cornisa constituyen el 60 % de la ruta trasandina, a lo menos en territorio argentino, pero si hoy esos caminos tienen una amplitud de tres y aun de cuatro metros, en 1817 su anchura apenas llegaba, en los pasos mejores, a un metro, lo que imposibilitaba no sólo el paso de todo vehículo, sino que hacía peligroso el tránsito de los animales cargados, aun de las mulas y vacas, cuanto más el de caballos, aunque fueran mansos.
Testimonios de viajeros

A mediados del siglo XVII escribía Diego de Rosales que el camino del Aconcagua es el más usado, pero de subidas altísimas y laderas donde apenas cabe el pie de la cabalgadura, y en discrepando un poco, cae en horribles profundidades y ríos arrebatados y de grandes piedras. Un siglo más tarde, a mediados del XVIII, escribía Pedro Lozano que para cruzar la Cordillera sólo hay una senda en que apenas caben los pies de una mula, a cuyos lados se ven, de una parte, profundísimos precipicios, cuyo término es un río rapidísimo y, de la otra, peñas tajadas y empinados riscos, en donde si tropieza la cabalgadura, cae volteando, despeñada hasta el río. En partes del sendero no se puede uno fiar de los pies de la bestia, ni aún apenas se camina seguro en los propios, por ser las laderas tan derechas y resbaladizas, que pone grima el pisar en ellas. Roberto Proctor, que cruzó la Cordillera en 1823, seis años después que San Martín había hecho arreglar los caminos y aun abrir algunos nuevos, según él nos informa, refiere cómo en algunos puntos y por espacio de algunas yardas la senda no tenía más de treinta y ocho o cuarenta y cinco centímetros de ancho. Mayer Arnold, que cruzó la Cordillera años más tarde, se refiere a las cortaderas o pasos con senda tortuosa de un metro más o menos de ancho, sobre la falda de un monte de greda y ripio. Si San Martín ordenó arreglar los caminos, como escribe Proctor, suponemos que ese arreglo se reduciría a hacer desaparecer el ripio, barriéndolo hacia el abismo, que siempre sigue a los caminos-cornisa, no sólo molesto para el tránsito de los hombres y de las bestias, pero hasta peligroso para éstas y para aquéllos. Otro tanto debieron de hacer en los lechos guijarrosos de ríos secos y en los pocos caminos del valle o en plano bajo, ya que todos estos son inmensos pedregales, que si no impiden, ciertamente obstaculizan el tránsito.
"El recodo de la muerte"

Aún hoy día se recuerda a los turistas el punto denominado otrora “el recodo de la muerte”, por las desgracias frecuentísimas que tenían lugar en esa curva. En 1825 la cruzó el capitán F. Bond Head y se hizo eco de la tradición de cómo la arriada de mulas pasaba con temor y temblor por aquel punto: “cuando doblaron por la senda torcida, los colores diferentes de los animales, los diferentes colores del equipaje que conducían, con la ropa pintoresca de los peones que vociferaban el extraño canto con que arrean las mulas, y la vista del peligroso paso que debían trasponer, formaban en conjunto un espectáculo interesantísimo. “Así que la mula delantera llegó al comienzo del paso, se paró, resistiéndose claramente a seguir, y es natural que todas las demás se detuvieran también. “Era la mula más linda que teníamos y, por eso, se la había cargado con doble peso que a las otras; su carga nunca había sido aliviada y se componía de cuatro maletas, dos que me pertenecían a mí y contenían no solamente una pesadísima talega de duros, sino también papeles de tal importancia que difícilmente podría yo continuar el viaje sin ellos. Los peones luego redoblaron los gritos e inclinándose al costado de la mula recogían piedras que tiraban a la mula delantera. Con la nariz en el suelo, literalmente olfateando el camino, marchaban despacio, cambiando a menudo la posición de sus patas, si encontraban flojo el terreno, hasta llegar a la parte peor del paso, donde se volvió a parar, y entonces empecé a mirar con grande ansiedad mis maletas; pero los peones le volvieron a tirar pedradas y ella siguió la senda y llegó con felicidad adonde yo estaba; varias otras siguieron. “Por fin, la mulita portadora de una maleta con dos grandes bolsas de víveres y muchas otras cosas, al pasar el mal punto, golpeó la carga con la roca, con lo que las patas traseras cayeron al precipicio, y las piedras sueltas inmediatamente comenzaron a desmoronarse a su contacto; sin embargo, la delantera se afirmó aún en el estrecho sendero, donde no tenía sitio para su cabeza, pero colocó el hocico en la senda, a la izquierda y parecía sostenerse con la boca; su peligroso destino se decidió pronto por una mulita suelta que se acercó y, como venían detrás, golpeó el hocico de su camarada, desplazándola; le hizo perder el equilibrio y, patas arriba, la pobre criatura instantáneamente empezó una caída realmente terrorífica. Con todo el equipaje, fuertemente amarrado, se precipitó por la pendiente escarpada, hasta llegar a una parte completamente perpendicular, y entonces pareció rebotar y, dando vueltas en el aire, cayó de lomo y sobre la carga en el torrente profundo. Al momento desapareció.” Tales eran los caminos que, por espacio de más de veinte días, tuvieron que recorrer los soldados del más glorioso de nuestros ejércitos. Nada extraño es, pues, que las bajas de vacunos y caballares, y aun de mulas, fuera considerable. Lo extraño es que no hubiese sido inmensamente más grande. Si se prescinde de los medios mecanizados, sería, aun hoy día, una empresa nada fácil para un ejército, cruzar la Cordillera, por el paso de Uspallata o por el paso de los Patos.
Pasos que apenas dejaban pasar

Y notemos aquí, antes de proseguir adelante, que la voz “pasos” es muy inexacta. No hay pasos en la Cordillera, si por pasos se entienden callejones o desfiladeros más o menos planos entre montes. Existen sí desfiladeros, pero no es dado transitar por ellos, esto es, no en el fondo sobre suelo firme y seguro, sino en las alturas y por caminos abiertos a pico, entre los cien y los quinientos metros de altura sobre el fondo de las cortaduras o lecho de los ríos. Tanto si se va por Uspallata, como por los Patos, que son los caminos más viables, y fueron los elegidos por San Martín, sólo hay como un décimo del trayecto, donde se va en las bajuras y no en las alturas. Llevar un ejército de 5.423 hombres, con 9.280 mulas, 1.500 caballos y 16 piezas de artillería, además de sobrestantes, anclotes, vituallas, forraje y municiones, por tales sendas y con todas las dificultades causadas por la estrechez e inseguridad de las mismas, a las que hay que añadir la falta de agua, en unas ocasiones, el exceso de agua en otras, los intensísimos fríos de noche, y aún en pleno día, el mal de montaña o soroche, la falta de pastos para el ganado y de leña para hacer fuego y para disponer el rancho, etc., etc., y todo esto, no por espacio de uno o dos días, sino por espacio de unos veinte días, es algo superior a toda ponderación. Es una hazaña que raya en la esfera de lo impracticable, de lo imposible. Es el ya citado Lozano que había cruzado la cordillera a mediados del siglo XVIII, quien pudo decir con toda verdad que “La inmensa altura de estos disformes montes parece competir con el cielo. Ni Pirineos, ni Alpes, ni otros de los más elevados montes, que sabemos, pueden correr pareja con ellos y quedaría vanaglorioso el Olimpo tan celebrado, de merecer le admitiesen por competidor.
La falta de agua y de leña

Y Rosales, a quien también ya hemos citado, está en lo cierto al describir la Cordillera como “una muralla de soberbios montes amontonándose unos sobre otros, de tal arte, que el primero sirve de escala o de grada para el segundo, hasta subir a tan grande altura que sobrepuja con mucho las nubes... y son en su comparación niños o pigmeos los Alpes, los Pirineos y Apeninos de Italia y otros gigantes de soberbia grandeza”.

Pero nada arredró a San Martín. Nada de eso le arredró, pero todo esto le conturbó. El mismo lo escribía así a Tomás Guido, en carta del 14 de junio de 1816: “lo que no me deja dormir es, no la oposición que puedan hacerme los enemigos, sino el atravesar estos inmensos montes”. Como el camino, así por Uspallata como por los Patos, supone el cruzar cuatro cordilleras, son otros tantos los empinados ascensos y otros tantos los precipitados descensos, casi siempre por rutas, hoy discretamente anchos, pero otrora, inconcebiblemente estrechos, por las que tiene que andar el viajero. Pero no era el camino, aunque tan abrupto y rebelde, tan traidor y falso, la única dificultad que hubo que vencer el gran soldado de la Patria. Estaba también la falta de agua. Singular paradoja: abunda el agua en la Cordillera, y es precisamente costeando ríos de buen caudal y de excelente calidad, que se hallan los caminos, y, no obstante, no hay agua, o sólo la hay en contados puntos. Es que en la Cordillera, sobre todo del lado argentino tiene lugar el tormento de Tántalo: estar al lado, a pocos metros, de abundante agua y no poder beberla. La razón es muy sencilla: entre la senda que lleva el viajante y el río, hay 100, 200, 500 o más metros de montaña tan perpendicular que no hay cómo bajar, y en caso de bajar, no hay cómo subir otra vez. Si no es en algún que otro punto, donde el río y camino se encuentran a igual o casi igual nivel, no hay que pensar en utilizar el agua del río Mendoza, si se hace el viaje por Uspallata, o el agua del Río de los Patos, si se toma la otra ruta principal. San Martín conocía esta realidad y por eso reguló las jornadas según hubiese, o no, posibilidad de agua. He aquí algunas líneas del itinerario a seguir, por el grueso del Ejército: “1ª jornada... con monte y agua a una legua, antes de la parada; 2ª jornada... sin agua alguna; 3ª jornada... con agua dos leguas antes, en el carrizal; 4ª jornada... sin agua en toda la tirada; 5ª jornada... poca agua; 6ª jornada... sin agua; 7ª jornada... sin agua toda [la jornada]; 8ª jornada... con agua, etc.” Haciendo la travesía por jornadas, según los sitios donde había agua para saciar la sed de más de 5.000 hombres y de más de 10.000 bestias, quedaba eliminada una de las dificultades más grandes.

No hay agua, sino en contadas ocasiones, pero no hubo entonces, ni hay al presente, pasto alguno adecuado para las bestias ni leña alguna para los fogones, fuera del valle de Uspallata y del Valle Hermoso, en los que el ejército podía estar acampando durante algunos días. En todos los restantes nada podría hallarse a uno y otro fin, ya que el clima desértico de la Cordillera hace que ésta sólo ofrezca rocas desnudas de toda vegetación y valles cubiertos de inmensos pedregales. En la aridez de las laderas sólo se ve, de vez en cuando, unos arbustos espinosos y retorcidos, entremezclados con pastos duros que hasta los 4,000 metros constituyen el tapiz vegetal como estepa arbustiva. A excepción del valle del Uspallata y del Valle Hermoso, no había que pensar en hallar forraje para los animales, si bien en algunos puntos existía y existe el pasto puna, gramínea tan dura como poco digerible.
Había que llevar todo el forraje

Fue, pues, necesario llevar a lomo de mula, todo el necesario forraje para alimentar a 10.000 bestias, durante unos veinte días. Desgraciadamente no se llevó el suficiente, puesto que no pocas mulas, que eran sin duda, las peor alimentadas, desfallecieron de puro flacas. Así lo manifestó el mismo Beltrán, a cuyo cargo corría el acarreo de la artillería: “Estoy sin mulas, porque con el trabajo se caen de flacas.” Otro producto de primera necesidad, del que se debió llevar la necesaria cantidad fue la leña, así para hacer fuego y disponer el rancho para más de cinco mil hombres, como para ahuyentar el intenso frío de las noches, aunque en esto segundo hubo poco gasto, por cuanto, en no pocas ocasiones, se llegó a prohibir el hacer fuego por la noche, por el peligro de que sirviera de guía a los espías enemigos. Proctor recuerda cómo no es posible hallar arbustos algunos, con que hacer fuego, y que la manera de hacer fuego, usada por los arrieros consiste en juntar cantidad de bosta seca de mulas, que siempre hay en la senda. El día en que las fuerzas de Las Heras se aproximaron a la cumbre, y a ella ascendieron en la oscuridad, por temor a ser sorprendidos, prohibió ese general el que se encendiera fuego, aun para preparar los alimentos. La tropa sólo pudo contar con una ración de galleta y una porción de vino. Gracias a las aguadas que se pudieron utilizar, y gracias a la leña, de que iba provisto el ejército y a la bosta que había en los caminos, sobre todo en los puntos más amplios de los mismos, usados como corrales, el ejército cocinaba de ordinario su rancho. Todos los comestibles fueron traídos desde Mendoza por la misma tropa y a lomo de mula, o en las mochilas, y condimentada con grasa y ají picante. Con la sola adición de agua caliente y harina de maíz tostado se prepara un potaje tan agradable como substancioso. Sobre las mulas cargueras iban 3.000 arrobas de charqui, además de galletas de harina, maíz tostado, vino, aguardiente, ajos y cebollas. Estos últimos tubérculos eran para combatir el apunamiento o soroche. Las provisiones de quince días para 5.000 hombres ocuparon 510 mulas y las cargas de vino para ración diaria, 113 mulas. Según Miller, el número de reses en pie, vacunos todos ellos, llegaba a 483. A todos estos requisitos, a los que San Martín tuvo que atender para el éxito de la arriesgada empresa, hay que agregar otras necesidades, que habían de ser previstas y solucionadas. Nada hemos hallado sobre el mal de ojos, causado por los fuertes rayos solares, al reverberar éstos sobre la nieve, ni sabemos que este mal afectara a los soldados de San Martín, como afectó a los de Jenofonte, como éste refiere en su Anábasis o Expedición de los diez mil, y en caso de haber dañado a la tropa, ignoramos de qué remedio se valieron los médicos de la misma, pero sabemos que el frío atormentó terriblemente a la tropa, no obstante toda la sabia y acertada previsión de San Martín.
Los frios eran intensísimos

En las zonas cercanas a la cumbre, los días, según las horas y según la ubicación en que se encuentra uno, son muy calurosos o muy fríos, y las noches son frigidísimas siempre, tanto en las proximidades de la cumbre, como lejos de ella. A quince y veinte grados bajo cero, llega el frío en algunas noches de verano, y aún en pleno día. Y pensar que toda la tropa, desde San Martín hasta el último soldado, tuvieron que dormir a lo arriero, no una, sino muchas noches, usando por cama la montura, el poncho y el jergón, y todo ello sobre el duro suelo. La nieve que indefectiblemente cayó sobre ellos, algunas noches, fue un reconfortante, como suele acaecer y la escena matutina debió ser de singularísima en esas ocasiones, ya que el frío más intenso es el de las primeras horas de la mañana, y todos los bagajes, cargas y armas estarían cubiertos de nieve, y las aguas, y demás líquidos estarían helados, y los animales ateridos de frío. Eric Krumm, que recorrió el camino seguido por San Martín, describe lo que era el dormir y el despertarse: “lo que más pena daba era el ver a los animales husmeando en la nieve, en busca de pasto, con las “velas” de hielo colgándoles de las crines, de la cola e incluso de las pestañas. La nevada continuaba hasta alcanzar en algunos lugares a los 30 cms”. Digamos aquí que la nieve borra las huellas y si no hay buenos baquianos es harto fácil el extraviarse una caravana. El mismo Eric Krumm, que hizo la travesía en 1938 nos informa al respecto: “Las dificultades del camino aumentaron, a medida que subíamos; los peones eran poco conocedores de la zona, y la nieve había cubierto toda huella. Desde el pie de la cumbre hasta el Portillo, a 4800 metros, había que repechar más de mil metros en una cuesta sumamente peligrosa”. Para defender a sus soldados contra el frío, adoptó San Martín dos medidas extraordinarias: el proporcionar a la tropa zapatos que abrigaran bien los pies, y el distribuir a los mismos, buena cantidad de alcohol, que le llevara calor al organismo. No olvidó proveerlos de ponchos forrados y muy abrigadores, pero creyó que lo más importante era un buen calzado, así para caminar por caminos pedregosos, como para defenderse del frío. Con los desperdicios de cuero de las reses, hizo construir tamangos o zapatones altos y anchos y los hizo forrar interiormente con trapos y lana. En su bando del 17 de octubre de 1816, ordenando recoger trapos de lana para forrar los tamangos, manifestaba San Martín que ello era necesario “por cuanto la salud de la tropa es la poderosa máquina que bien dirigida puede dar el triunfo, y el abrigo de los pies es el primer cuidado”.
Abrigos hasta para las bestias

No obstante todos estos medios, es indecible lo que debió sufrir la tropa, sobre todo los hombres no acostumbrados a climas fríos. Digamos que también se proveyó de protección a las bestias, contra las inclemencias andinas. Proveyó a caballos, mulas y vacas de la llamada enjalina chilena o abrigo forrado en pieles. Desechó los forrados de paja, por el peligro de que las bestias los comieran, por falta de otra alimentación. Como puede colegirse de todo lo dicho, aquellas veinte o más noches cordilleranas debieron ser atrozmente terribles, y es posible que más de un soldado hubiera desertado, si la soledad, la distancia y el desamparo del yermo, no le hubiera impedido. El fenómeno, a haberse realizado, no nos habría de extrañar, ya que aquella vida era humanamente intolerable y el que lo tolerara un ejército de 5.000 héroes, fue un fenómeno inaudito. Caminar con suma fatiga, durante todo el día y pasar veinte o más noches sin cuarteles, sin carpas, sin techo alguno, hasta sin la más rudimentaria comodidad, en zonas frigidísimas, bajo todas las inclemencias más bravías de los Andes, y todo ello sin una queja, sin una deserción y sin una señal de descontento, es por cierto un hecho único.
La Puna o el soroche

Pero a todas las dificultades señaladas hay que agregar aún otra: los efectos de la puna o soroche. El fenómeno es ciertamente terrible, ya que, aún en horas de más normalidad, la fatiga es grande y las fuerzas casi nulas. Y no hay adaptación alguna súbita, sino lenta de meses o años. Según el doctor Eduardo Acevedo Díaz “recientes investigaciones afirman que el habitante de las punas y de las altas cordilleras, es una variedad del hombre. Sus pulmones son de amplia capacidad; en proporción al tamaño del cuerpo, su corazón es de gran dimensión; el tórax es atlético; el pulso es lento”. San Martín trató de aminorar las consecuencias de la puna, propinando abundante ajo y cebolla a sus soldados, y facilitando el camino a los atacados en mula. Escribe Espejo que “toda la infantería iba montada hasta la primera noche de vivac en el descenso de la cordillera, para precaver o disminuir la fatiga que el soroche produjera en la tropa. No obstante esto, entre los artículos de la proveeduría, se llevaban cargas de cebollas, de ajos y de vino para racionar la tropa en las jornadas peligrosas, que la experiencia ha enseñado ser antídotos poderosos que de ordinario precaven el mal o lo curan”. Como es de suponer, ni ese antídoto, ni el hacer que la infantería montara las mulas, salvó a la tropa de los graves males y aun de males mortales. El proveer a los soldados de mulas, sobre que montar, a lo menos en los trayectos más expuestos a la puna, era una buena medida, pero esta medida no fue tan eficiente como podría creerse, ya que suponía el ensillar y desensillar, labor que en las alturas se hace poco menos que imposible para los afectados por la puna. Lo cierto es que, como escribía San Martín a Miller, “la puna atacó a la mayor parte del ejército, de cuyas resultas perecieron varios soldados”. Bajo los terribles y angustiosos efectos de la puna, aquellos hombres no sólo tenían que ensillar y desensillar; tenían que llevar el peso de su ropa, mochila cargada, armas y municiones, y tenían que cargar con parte del menaje de cocina, y tenían que conducir las arrias de mulas y las recuas de ganado, y tenían que llevar a pulso unas veces y, sobre zorras, otras veces, ya subiendo con cabrestantes, ya bajando por medio de los mismos, las pesadas zorras y los pesadísimos cañones. Eran 500 los milicianos que tenían a su cargo esa labor, pero fue menester que todo el ejército participara en ese acarreo, ya que los vehículos, fabricados para el transporte, así de la artillería, como del puente y de los cabrestantes, no sólo resultaron inútiles, en dos tercios del camino, sino que el acarreo de los mismos resultaba otra pesada carga.
Los milicianos con las zorras

Había caminos por los que era absolutamente imposible arrastrar la artillería. San Martín no ignoraba esta realidad y así se explica el que hiciera retobar todas las piezas con cueros vacunos, así para que no se deterioraran en la posibles caídas y golpes, como para poder sujetarlas más fácilmente con cuerdas y sogas, y poder así llevarlas alzadas sobre el suelo, en los caminos estrechos, y para poder descenderlas y subirlas con cabrestantes en los pasos difíciles. Por el camino de Uspallata, el más corto y el menos arriesgado de los caminos seguidos por el ejército de los Andes, se llevaron así 16 cañones de calibres diversos, según refería después San Martín y nos informa, además, que “eran conducidas por 500 milicianos con zorras y mucha parte del camino a brazo y con el auxilio de cabrestantes para las grandes eminencias” , así para subirlas como para bajarlas. Es imponderable lo que estas operaciones exigían de hombres cansados y fatigados, sobre todo en las cercanías de la cumbre, cuando la puna los tenía a todos ellos, con poquísimas excepciones, desalentados, medio asfixiados, con terribles dolores de cabeza y de oídos, con angustias en todo el diafragma, incapacitados de agacharse y aun de subir una pendiente suave, casi plana. A excepción de muy pocos, no eran hombres habituados a esas alturas.
Puente armable y desarmable

Para cruzar los ríos colmados de agua, fue necesario llevar un puente, armarlo y desarmarlo cada vez que se usara. Era un puente de maronas, de una extensión de cuarenta metros, utilizable en todos los pasos difíciles, sobre todo en el cruce de ríos cajones. Los milicianos tuvieron que cargar también con el traslado de dos anclotes. “Se llevaban, escribe Espejo, para suplir las funciones de cabrías o cabrestantes en los grandes precipicios, adhiriéndose aparejos o cuadernales de toda clase o potencia, según los casos”. Espejo indica que no fue necesario usar los anclotes para salvar los cañones, aunque sí para salvar la carga de las mulas, que caían a los abismos menos profundos, pero sabemos por Beltrán que en las cortaderas un cañón rodó al abismo y fue rescatado sin otros perjuicios que la ruptura del eje y que más de treinta cargas fueron igualmente rescatadas. No nos consta, pero suponemos, que en puntos de ascenso tan marcados como los de Picheuta y Puente del Inca, y en descensos tan vertiginosos como el de Caracoles, si no los anclotes, ciertamente las cabrías debieron de ser sumamente serviciales. Tan empinado es el ascenso hasta la cumbre como precipitado el descenso, una vez pasada la misma. Las ochenta y seis vueltas cerradas en la cuesta de los Caracoles “parecen estrangular el camino entre el abismo y la montaña”, y por eso debió ser “penoso el descenso de la columna del general Las Heras”. No hay que olvidar que para pasar por el llamado Paso de la Iglesia, tuvo que subir novecientos metros más arriba del túnel, que ahora utilizan, así los trenes como los autos.
El oasis de los manantiales

Después de referir cómo inició él el viaje el día 5 de febrero de 1939, escribe que, al siguiente día, llegó a las cercanías del río Patos, a un andarivel o camino-cornisa, sobre la estrechura llamada Paso de San Martín. “De aquí en adelante, -agrega Krumm-, el camino tendría un nuevo interés y una nueva emoción; recorrer la huella del genio de América. Nos detuvimos medio día en Las Hornillas y al amanecer del siguiente continuamos nuestro viaje hacia el sud. Después de cruzar el arroyo Aldeco y bordeando varios cerros de pendientes escarpadas, llegamos, luego de seis leguas de marcha, a una amplia planicie llamada Manantiales, el lugar elegido (por San Martín) para establecer el depósito de aprovisionamiento de víveres, reposición de ganado y evacuación de heridos y enfermos, a cargo de 50 hombres durante la campaña de 1817. En las vegas de buen pasto que lo circundan se ubicaron las reses, destinadas al mantenimiento de la tropa. “De Manantiales, el camino toma francamente la dirección Oeste, remontando el río de Las Leñas, enfrentando la cordillera de La Ramada. El camino se estrecha, y la marcha se hace pesada. Durante todo el trayecto hay pasto y leña en abundancia, no así en La Fría, donde hacemos alto a las 16 hs., después de recorrer cinco leguas desde Manantiales. “La falta de leña se convirtió en un serio problema, pues no teníamos con qué hacer fuego para calentar una pava para el mate. Removiendo el suelo, encontramos algunas “galletas” de vacuno y pedazos de esas raíces llamadas “cuerno de cabra”, con lo que resolvimos el problema. “Las dificultades del camino aumentaron, a medida que subíamos; los peones eran poco conocedores de la zona y la nieve había cubierto toda huella. Desde el pie de la cumbre hasta El Portillo, a 4.800 m., había que repechar más de mil metros en una cuesta sumamente peligrosa. Poco antes de llegar a la cumbre divisamos abajo a nuestro compañero y a un peón que nos hacían señas. “Llegamos finalmente al Portillo. Eran las 15 horas, y un sol radiante iluminaba el panorama, mientras hacia atrás, abajo, se deshacía la tormenta. El espectáculo, que desde allí se ofrece a la vista, escapa a todo adjetivo. Vecino nuestro casi a nuestro lado, se levanta majestuoso el Alma Negra (6.400), más allá el extenso glaciar de La Mesa, a nuestros pies una muchedumbre de cerros menores bajo un manto de nieve, como si la cordillera se hubiese puesto su traje de vía para recibirnos. Al oeste, recortados sobre el horizonte, un sin fin de picachos señalan el cordón fronterizo. A nuestra izquierda el Cordón de los Amarillos, y frente nuestro, al sud, la mole gigantesca del Aconcagua.
“Por aquí pasó el General San Martín”

“Sobre el Portillo, fija a una enorme piedra, una placa de bronce recuerda la gesta memorable. En ella leemos: “Centenario del Ejército de los Andes. Por aquí pasó el General San Martín, con las Divisiones Vanguardia y Reserva, al mando de los Generales Soler y O’Higgins, febrero de 1817.” Una indecible emoción nos embarga. Sólo los que han vivido en la intimidad ruda y bravía de la cordillera y más especialmente aquellos que una vez sintieron detenerse el aliento y achicarse el corazón, sorteando el Espinacito, pueden valorar en toda su magnitud lo épico de la hazaña. Por esa misma cuesta pasaron miles de hombres hace más de un siglo, animados por un único ideal: la Libertad; por un único amor: la Patria. Por allí quedaron sembradas a lo largo de la huella millares de osamentas de aquellas sufridas y heroicas mulas cuyanas, que, agotadas por el esfuerzo, rindieron su vida y que aún esperan el momento que recuerde su contribución anónima a la libertad de Chile. “Allí la noche sorprendió a O’Higgins, el héroe de Rancagua, mientras la mitad de su tropa marchaba a pie por la empinada ladera en medio de un frío glacial. Iniciamos el descenso por uno de los pasos más peligrosos de la cordillera. Causa asombro pensar que por allí desfiló todo un ejército, sin perder ni un hombre ni una carga. Nuestros animales se enterraban hasta la panza en algunos lugares en que la nieve se había acumulado, obligándonos a desmontar. El Espinacito es precisamente eso, un espinazo, sobre cuyo filo, obstruido por piedras, y penitentes, teníamos que marchar, mientras a ambos lados acechaba el abismo.” Es equivocado creer, como se dice generalmente en los libros de texto, que para conocer los pasos cordilleranos, envió San Martín con ese objetivo a Alvarez Condarco, y que, basado en los datos que pudo traer, “atesorados en su memoria, que debió ser prodigiosa”, se efectuó la campaña. San Martín conocía la cordillera tanto como Alvarez Condarco, ya porque obraban en su poder mapas y planos, ya porque pudo proveerse de buenos baquianos que conocían la cordillera palmo a palmo, ya porque él mismo personalmente había penetrado por el macizo andino, en varias ocasiones. Así para conocer los puntos por donde podría acaecer una invasión realista sobre Mendoza, cosa que San Martín consideró ya como una realidad en el verano 1815-1816, como para conocer de vista la cordillera, hizo en junio del primero de esos años un viaje a San Juan y exploró los caminos que desde esta ciudad conducen a Chile. En mayo y junio del siguiente año exploró los boquetes más cercanos a Mendoza, habiendo insumido unos días en una de esas entradas. Alvarez Condarco, como ingeniero pasó tal vez a Chile por Uspallata, y regresó por Los Patos, pero sólo para anotar cartográficamente los alrededores de Chacabuco. Con anterioridad a él, había San Martín destacado al Teniente José Aldao, con análoga misión. Llegó éste hasta el Juncalillo, conforme escribía desde él mismo a San Martín, con fecha 14 de Marzo de 1816.
Un solo mapa impreso de la cordillera

San Martín, poseía además algunos planos de la cordillera, y uno, hecho a base de ellos, debió ser el que envió él a Pueyrredón, y al que éste se refería en carta del 24 de enero de 1817, si es que el término “plano” no equivale a proyecto. A lo menos para el Paso de Uspallata pudo contar San Martín con un plano bastante discreto, como es la Carta Esférica de la parte interior de la América meridional para manifestar el camino que conduce desde Valparaíso a Buenos Aires, construido por las observaciones astronómicas que hicieron en estos pasajes en 1794 Don José de Espinosa y Don Felipe Bauzá, Oficiales de la Real Armada, en la dirección Hidrográfica. Es éste el único que conocemos, anterior al cruce de los Andes por San Martín y que pudo serle de alguna utilidad. Consta positivamente que no conocía el General en Jefe plano alguno de la cuesta de Chacabuco, a lo menos con los detalles que creía imprescindibles, y que, antes de la batalla de ese nombre, los ingenieros Arcos y Alvarez Condarco pasaron los días 10 y 11 de febrero levantando un croquis de las serranías, a cuyo efecto contaron con la protección de varias guerrillas de infantería y caballería. Los baquianos, conocedores de toda la ruta, eran pocos, siendo uno de ellos un tal Francisco Oros. Los más sólo conocían algunos sectores. Esto obligó a establecer, como escribe Ornstein “un servicio escalonado de baquianos”. Pero aunque poseyera los mejores mapas ahora existentes, y aunque contara San Martín con los más avezados baquianos, no ignoraba que unos pocos soldados enemigos, estratégicamente colocados en los pasos más difíciles de la cordillera, podían deshacer y aniquilar al más numeroso y poderoso ejército, y por eso, antes de emprender la marcha, realizó una sagacísima guerra de zapa (guerrilas), persuadiendo al enemigo que invadiría por el norte y por el sur, esto es, por Paso Guana, que sale algo al sur de Coquimbo y La Serena, y por el Paso del Planchón, que sale en un punto entre Curicó y Talca, y por esos lados envió algunas tropas. Sólo despistando así al enemigo pudo llevar el grueso del ejército por el Paso de Los Patos y enviar una fuerte división, con toda la artillería por el Paso de Uspallata. De no haber desorientado así al enemigo, que contaba con 5.020 hombres y 30 piezas de artillería, el ejército patrio había tenido que pasar lances muy peligrosos.
Como se aprovisionó el Ejército de los Andes

Pueyrredón, que era Director Supremo, y el Congreso de Tucumán, o éste por medio de aquél, pudo proporcionar a San Martín algunos recursos en dinero, pero las arcas estaban exhaustas y sabía muy bien el gran soldado que había él de ingeniarse para allegar cuanto podía ser necesario, y tuvo la habilidad, después de ganarse las simpatías de las poblaciones cuyana, en especial, las de los mendocinos, de allegar cuanto le era necesario. Se conservan los originales de algunos de sus pedidos o de sus órdenes, correspondientes a los postreros meses de 1816 y enero de 1817: “En la necesidad de apelar únicamente a los recursos de esta benemérita Capital (Mendoza) y demás pueblos de la provincia, casi para la mayor parte de los auxilios de Ejército, pongo en la consideración de V.S., que debe exigirse al vecindario, 1.000 recados o monturas completas de regular uso y el mayor número posible de pieles de carnero, ponchos, jergas, ristras o pedazos de éstos, pues no importa que sean viejos. Pueden admitirse recados, aunque les falte freno, con tal de que tengan riendas”.- Junio 7 de 1816. “Se necesita exigir del vecindario 1.000 monturas y cantidad indefinida de jergas y ponchos para el ejército”.- 27 de Septiembre de 1816. “Espero que V.S. se sirva dictar sus providencias para que se recojan 700 camisas, 715 pares de pantalones de bayetilla y 200 bolsas de lonilla para cartuchos de cañón que se ha repartido entre el vecindario para que las cosa”. - Septiembre 27 de 1816. “Relación de los enseres y útiles que se han entregado al Ejército de los Andes en la fecha: 795 cueros de carnero 209 lomillos 116 cinchas 33 pares de riendas 291 ponchos 74 jergas 43 frazadas 26 badanas blancas 11 piezas de lienzo azul o tucuyo 1 pieza de brin 40 barras de picote o bayeta blanca 58 hachas 18 piedras de afilar.”

Mendoza, octubre 3 de 1816. “Para la mantención de las cabalgaduras, arreas y ganados vacunos que debe servir al Ejército, se necesitan 1.200 cuadras de alfalfa, además de las 315 que ya posee el Estado. Espero que V.S. se sirva tomar las disposiciones del caso para que el vecindario nos provea de éste importante auxilio”.- 10 de octubre de 1816. “Una sección del Hospital Militar necesita, por lo menos, dos baños, que pueden hacerse con una pipa (tonel). Espero que V.S. se sirva exigirla de donativo”.- octubre 16 de 1816. “Para cumplir la promesa hecha al Cacique Pehuenche Nancuñan de una media levita de pañete encarnada, con un galón, espero que V.S. se sirva mandar construirla por cuenta del Estado”.- 16 de octubre de 1816. “Para acampar las tropas que vienen de Buenos Aires, he dado al campo la capacidad que permiten nuestros apuros, pero necesitamos gran cantidad de totora; espero se sirva pedir al vecindario cuantas arrias tenga para su conducción”.- octubre 8 de 1816. “Para los trabajos de la Maestranza, se necesita gran cantidad de becerros. Espero que V.S. se sirva disponer la entrega de todos los que halla almacenados en la Aduana”.- noviembre 8 de 1816

“Tres piezas de paño azul que hay en la Aduana, se necesitan para vestuario de la tropa. Espero la orden de V.S.”.-noviembre 12 de 1816. “Don Joaquín Sosa, dueño de famosos potreros, no tiene hacienda que los tale; sírvase exigir, de este patriota, todo lo que tuviere para las arrias del Ejército”.-noviembre 13 de 1816. “Espero que V.S. imparta las órdenes necesarias para que todas las carnicerías de la ciudad y suburbios lleven, a la Maestranza, todas las astas de las reses que matan”.- noviembre 14 de 1816. “Sería oportuno exigir de los comerciantes toda la orilla de las piezas de paño que tuvieren para aplicárselas a tirantes de los 2.000 pares de alforjas que se han construido para el Ejército”.-noviembre 21 de 1816.

“Recuerdo a V.S. la necesidad de acopiar el mayor número posible de los desperdicios de jergas, ponchos, pieles de carnero y demás artículos aparentes para el auxilio de la tropa en su marcha por la cordillera”.- noviembre 1º de 1816. “Se necesita tomar a flete doce carretas para conducir el carbón de Jocolí para la Maestranza, necesidad que pongo en consideración de V.S.”.- diciembre 4 de 1816. “Se necesita coser, a la brevedad posible 500 camisas, cuyos cortes envío a V.S., para que se sirva repartir el trabajo entre el vecindario”.- diciembre 19 de 1816. “Calculadas las cargas de municiones, resulta que hay un déficit que V.S. se servirá integrar, exigiendo por mitad a las provincias de San Juan y Mendoza”.-diciembre 20 de 1816. “No hay pasto para la tercera parte del ganado. Ruego a V.S. se sirva ordenar que todos los potreros se pongan al servicio del Estado hasta la partida del Ejército”.- diciembre 24 de 1816. “Sírvase V.S. mandar recoger toda la piedra pómez que haya en éste vecindario para la limpieza del armamento”.”(nota).-Si en las casas hay destiladeras rotas, serían muy útiles para el mismo fin”.-diciembre 26 de 1816. “Urge acopiar cuanta cebolla hubiera en Mendoza, para proveer al Ejército, como medio de combatir la puna”.- diciembre 28 de 1816. “Si, como lo espero, entramos felizmente a Chile, en cualquier provincia la explotación de minas exigirá gran cantidad de azogue, artículo que no posee aquel país. San Luis lo tiene, por lo que espero que V.S. imparta órdenes para que, trayéndolo a esta capital, esté listo para pasarlo a Chile”.- enero 10 de 1817. “Quedo impuesto de haber llegado a San Juan 340 cueros de los 400 que habían pedido”.- enero 10 de 1817. “El Ejército necesita, para sus muchos servicios, un número considerable de carretillas; por esto sírvase V.S. dictar las órdenes para que todas las que halla, del comercio o de particulares se pongan a disposición del Comando de Artillería, hasta el día de mañana”.- enero 10 de 1817. “Espero que V.S. se sirva exigir a la Compañía de mineros de esta ciudad, por vía de préstamo, todas las herramientas que tuviese para los trabajos del Ejército”.- enero 12 de 1817.

En cumplimiento de esta orden se entregaron: 14 combas, 72 barrenos, 47 cuñas, 6 toquiadores, 8 barrotes. “La ordenanza herramientas que ocupa el Ilustre Cabildo, debe reunirse al Ejército. V.S. se servirá ordenarlo así”.- enero 17 de 1817. “La confección de harina tostada y galleta fina no debe cesar en este mes y en el que entra. V.S. se servirá ordenarlo así”.-enero 24 de 1817.
San Martín y las Provincias de Cuyo

Tres meses antes de emprender el cruce de la cordillera escribió San Martín esta carta al entonces Director Supremo, Juan Martín de Pueyrredón: “Un justo homenaje al virtuoso patriotismo de los habitantes de esta provincia, me lleva a interrumpir la bien ocupada atención de V.E. presentándole en globo sus servicios. “Dos años ha, que paralizado su comercio, ha decrecido en proporción su industria y fondos, desde la ocupación de Chile por los peninsulares. Pero como si la falta de recursos le diera más valentía y firmeza en apurarlos, ninguno han omitido, saliendo a cada paso de la común esfera. “Admira en efecto, que un país de mediana población, sin erario público, sin comercio, ni grandes capitalistas, faltos de maderas, pieles, lanas, ganados en muchas partes y de otras infinitas primeras materias y artículos bien importantes, haya podido elevar, de su mismo seno, un Ejército de 3.000 hombres, despojándose hasta de sus esclavos, únicos brazos para su agricultura, ocurrir a sus paras y subsistencia, y a la de más de mil emigrados: fomentar los establecimientos de Maestranza, laboratorios de salitre y pólvora, armerías, parque, sala de armas, batán, cuarteles, campamento; erogar más de tres mil caballos, siete mil mulas, innumerables cabezas de ganado vacuno; en fin, para decirlo de una vez, dar cuantos auxilios son imaginables y que no han venido de esa capital, para la creación, progreso y sostén del ejército de los Andes. No haré mérito del continuado servicio de todas sus milicias en destacamentos de Cordillera, guarniciones y otras muchas fatigas; tampoco de la tarea infatigable, e indotada de sus artistas en los los obrajes del Estado. En una palabra, las fortunas particulares casi son del público: la mayor parte del vecindario sólo piensa en prodigar sus bienes a la común conservación. La América es libre, Señor Excmo.; sus feroces rivales temblarán, deslumbrados, al destello de virtudes tan sólidas. Calcularán por ellas, fácilmente, el poder unido de toda la Nación. Por lo que a mí respecta, conténtome con elevar a V.E. sincopadas, aunque genuinamente, las que adornan al pueblo de Cuyo, seguro de que el Supremo Gobierno del Estado hará de sus habitantes el digno aprecio que de justicia merecen; “Dios guarde a V.E. Cuartel general de Mendoza.- 31 de octubre de 1816.- José de San Martín”.
El Cuartel General y el Estado Mayor

Antes de proseguir en esta relación de un hecho tan bravío y tan trascendental en la historia de la revolución americana, recordemos cómo quedó constituido el Cuartel General, el Estado Mayor de este ejército. CUARTEL GENERAL: Comandante en jefe del ejército: Gral. José de San Martín Comandante del Cuartel General: Gral. Bernardo O’Higgins Secretario de guerra: Tte. Cnel. José I. Zenteno Secretario particular: Capitán Salvador Iglesias Auditor de guerra: Dr. Bernardo de Vera Capellán general castrense: Dr. Lorenzo Güiraldes Edecanes: Cnel. Hilarión de la Quintana, Tte. Cnel. Diego Paroissien y sargento mayor Alvarez Condarco Ayudantes: Capitanes: Juan O’Brien, Manuel Acosta, José M. de la Cruz y Tte. Domingo Urrutia. ESTADO MAYOR: Jefe del estado mayor: Gral. Miguel E. Soler 2º jefe del estado mayor: Cnel. Antonio Luis Berutti Ayudantes: Sargento mayor Antonio Arcos, capitán José M. Aguirre y teniente Vicente Ramos Oficiales Ordenanzas: Alférez Manuel Mariño, tenientes Manuel Saavedra y Francisco Meneses y subteniente Félix A. Novoa Comisario general de guerra: Juan Gregorio Lemos Oficial 1º de comisaría: Valeriano García Proveedor general: Domingo Pérez Agregados al estado mayor: Tenientes coroneles: A. Martínez, Ramón Freire y José Samaniego, y sargentos mayores Enrique Martínez y Lucio Mansilla. No lamentamos, antes celebramos, el haber consignado esta larga lista de nombres, pues son los de aquellos hombres que realizaron, al lado de San Martín y bajo su égida, la más hazañosa empresa militar de que se tiene noticia. Era de justicia el recordarlos, por lo menos a los más destacados de entre ellos.
Fuerzas de línea

Hombres Batallón Nº 1 de Cazadores: 560 Batallón Nº.7 de línea: 769 Batallón Nº 8 de línea: 783 Batallón Nº 11 de línea: 683 Batallón de Artillería: 241 Regimiento de Granaderos a Caballo: 241 Total: 3.778

SERVICIO Y TROPAS AUXILIARES: Cuerpo de barreneros de minas: 120 Destacamento de baqueanos: 25 Escuadrón de milicianos (custodia de bagajes): 1.200 Sanidad (hospital volante): 47 Total: 1.892 Concluimos entonces que el gran total era de 5.423 hombres, cifra que se descompone en: - 3.778 soldados combatientes, - 1.892 auxiliares, - 207 oficiales, de los cuales 28 eran jefes, y 3 generales - 15 empleados civiles. En cuanto al material de guerra, había en 1817: ARTILLERIA DE CAMPAÑA: diez cañones montados y cuatro inservibles, en Santiago. ARTILLERIA PESADA: ocho cañones reforzados, traídos de Lima. Además, se disponía de los cañones de la fortaleza. Otro material: cuatro piezas en el Valle y once en Talca, todas en muy buen estado. Municiones y pertrechos: concentrados en Talca y Talcahuano los del sur, y en Santiago los del centro. En Coquimbo y La Serena existían también algunas dotaciones.
Las seis expediciones militares

Como es sabido, fueron seis las rutas de invasión, dos primarias y cuatro secundarias. El grueso del ejército o columna de Soler tomó la ruta llamada corrientemente de Los Patos. Abrió la marcha desde el Plumerillo el 19 de enero, tomó por Jagüel, Yalguaraz, Río de los Patos, salvó el alto cordón del Espinacito por el paso homónimo, situado a 5.000 metros. El 2 de febrero inició el paso de la cadena limítrofe por el Paso de las Llaretas. Esta columna tropezó con las mayores dificultades, pues fue preciso escalar cuatro cordilleras. La división de Las Heras siguió por el camino llamado de Uspallata y el valle del río Mendoza; tras de librar las acciones parciales de Picheuta y Potrerillos atravesó el cordón limítrofe por los pasos de Bermejo e Iglesias el día 1º de febrero. El 8, dando curso a las precisas instrucciones recibidas Las Heras entraba triunfante en Santa Rosa, quedando establecida, en la misma fecha, la reunión con la división principal que el día anterior había salido victoriosa en la acción de Las Coimas. Para operar contra la provincia de Coquimbo, partió de Mendoza un destacamento a las órdenes del teniente coronel Cabot, en San Juan fue reforzado con una partida de ochenta milicianos. La división de Cabot, tomó por Talacasto, Pismanta y escaló la mole andina por el Paso de Guana. Luego de promover la insurrección en aquella región trasandina y arrollar a sus oponentes, el 15 de febrero entraba triunfante en Coquimbo. Por el extremo norte, el ejército de Belgrano cooperó, destacando un contingente de ochenta milicianos y cincuenta infantes dirigidos por Zelada y Dávila. El 5 de enero salieron de Guandacol, desde donde pasaron a Laguna Brava, efectuando la travesía de la cordillera principal por el Paso de Come-Caballos; sorprendiendo a las avanzadas realistas, el 13 de febrero, Copiapó caía en poder de los patriotas. Con un pequeño contingente, el capitán Lemos debía invadir por el camino del Portillo; sus instrucciones le prevenían “proporcionar las marchas en términos que el 4 de febrero antes de romper el día, quede sorprendida la guardia de San Gabriel, en el camino del Portillo”, y era su objeto “hacer entender al enemigo que todo el ejército marcha por el Portillo”.

Salvado este paso, practicó el cruce por la cordillera por el boquete de Piuquenes; las malas condiciones del tiempo le impidieron copar la fuerza enemiga, cual era su propósito y así ésta pudo escapar. Posteriormente, Lemos se reunió con el resto del ejército. Finalmente, por el Paso del Planchón pasó la fuerza del teniente coronel Freire, quien partió el 14 de enero de Mendoza, siguió por el camino de Luján, San Carlos y San Rafael, llegando el 1º de febrero al paso del Planchón por el que franqueó la cordillera.
El avance de las fuerzas principales

Fue el día 18 de enero de 1817 que la columna del entonces coronel Juan Gregorio de Las Heras comenzó su marcha, desde el campamento del Plumerillo, y contrariamente a lo que se había antes resuelto, la artillería siguió a la retaguardia de esta columna. Se reconoció que por Uspallata era más fácil el traslado de esas piezas pesadas, que por los Patos. En Cunota pasó ese ejército la noche del 18 y del día 19, reanudando al siguiente día la marcha. Cuatro días después se encontraron con tropas realistas, y se sabía que, en Santa Rosa de los Andes, había tropa prevenida y sobre las armas. Hubo un combate en Potrerillos, y pasando por Picheuta, Las Polvaredas y Arrollo Santa María, llegó a Las Cuevas el día 1º de febrero de 1817. El paso más difícil en el cruce de la cumbre se efectuó de noche, “a la luz de una luna esplendente” y en cinco horas se efectuó el bravo ascenso de 18 kilómetros, desde los 2.800 metros hasta los 3.800. Al poniente de la Cumbre pasó varios días, como San Martín lo había dispuesto de antemano, por medio de un chasque. Reanudó el avance, después de un triunfo obtenido en Guardia Vieja. La división principal del ejército estaba fraccionada en tres escalones, a las órdenes de Soler, de O’Higgins y de San Martín, y había salido del Plumerillo, el día 19 de enero; continuó en los siguientes, y en los primeros días de febrero los dichos cuerpos franquearon las altas cumbres, no sin dar varios combates, en plena cordillera como los de Achupallas y de las Coimas.

El grueso del ejército llegó a San Andrés de Tártaro y el día 8 de febrero ocupaba la población de San Felipe, donde se le juntó la división de Las Heras. El cruce de la cordillera era ya una realidad, cual lo había planeado San Martín, y el ejército argentino estaba ya en Chile, dispuesto a dar la libertad al país hermano, asegurando así la suya propia y la de toda la América. Terminemos estas líneas, recordando como Mitre nos dice que “los escritores alemanes de la escuela de Federico, en una época (1852) en que buscaban ejemplos y lecciones para su Ejército, consideraron digno de ser estudiado el Paso de los Andes, como un modelo, deduciendo de él enseñanzas nuevas para la guerra”, y observa que “la poca atención que, en general se ha prestado al estudio de la guerra en América del Sur, hace más interesante la MARCHA ADMIRABLE que el general San Martín a través de la Cordillera de los Andes, tanto por la clase de terreno en que la verificó, como por las circunstancias particulares que la motivaron. En esta marcha, así como en la de Suwarof por los Alpes y la de Peerofski por los desiertos de la Turannia (Turquestán), se confirma más la idea que un Ejército puede arrastrar toda clase de penalidades, si está arraigada en sus filas, como debe, la sólida y verdadera disciplina militar. No es posible llevar a cabo grandes empresas sin orden, gran amor al servicio y una ciega confianza en quien los guía. Estos atrevidos movimientos de los caudillos que los intentan, tienen por causa la gran fuerza de voluntad, el inmenso ascendiente sobre sus subordinados y el estudio concienzudo practicado sobre el terreno en que van a ejecutar sus operaciones, para llevar un exacto conocimiento de las dificultades que presente y poderlas aprovechar en su favor, siendo su principal y más útil resultado enseñarnos que las montañas, por más elevadas que sean, no deben considerarse como baluartes inexpugnables, sino como obstáculos estratégicos”.
Fuente: Guillermo Furlong S.J. (1899-1974)

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