Después de los últimos contrastes y de la batalla de Tuyutí del 24 de
mayo de 1866, en la que el ejército paraguayo perdió más de doce mil
soldados fue reorganizado de nuevo dando de alta a seis mil esclavos y
otros contingentes que lo elevaron a treinta mil hombres. Estos
elementos eran inferiores en todo sentido al ejército veterano
aniquilado anteriormente; ancianos, muchachos, convalecientes, todo fue a
las filas para formar aquella nueva masa de combatientes; un ejército
escuálido, pero fanático y esclavo, en el que la obediencia pasiva se
llevó hasta el último grado, y no desmintió un solo momento su buena
reputación, aunque no tenía la misma solidez de su antecesor.
En esta situación, después de haber adiestrado López en continuas
maniobras y ejercicios de fuego a estas nuevas tropas, y en los combates
del 10 y del 11 de julio, donde como siempre comprometió un puñado de
hombres que fueron rechazados, trató de extender su línea fortificada de
la derecha, de manera que tomase el flanco izquierdo de las posiciones
de los aliados. Como se ve era atrevida la empresa, encarnando en sí un
plan tan descabellado, como suponer que el ejército aliado permanecería
impasible ante tanta audacia, que lo obligaría a retroceder
vergonzosamente allende el Estero Bellaco.
Thompson repite lo que dice el semanario de la Asunción, que la mente de
López al provocar esta batalla, fue con la intención de obligar a los
aliados a llevarle un ataque a sus posiciones. La tenacidad de los
ataques paraguayos en este episodio, desmiente lo bastante semejante
aserción.
Primero tuvo la idea de colocar una pieza de artillería en un lugar
denominado Punta Naró, que se encuentra en el linde del bosque del
Sauce, sitio próximo al campamento del general Flores y que
descaradamente enfilaba aquella posición, de modo que para atacar ese
punto hubiera sido necesario sufrir los fuegos de la batería del potrero
Sauce y de la del Paso Gómez.
Este plan primitivo fue abandonado, ordenando entonces López un prolijo
reconocimiento el día 13 en el terreno comprendido entre la trinchera
del Potrero Sauce y Potrero Piris, que forma propiamente la selva del
Sauce, con el propósito de hacer construir durante la noche una
trinchera que abraza el espacio situado entre la isla Carapá, Punta Naró
y Potrero Piris, que se extendía sobre dos elevaciones de terreno
limitadas al Este por un bañado situado sobre el frente de la posición
que ocupaban los orientales. Cerraba esta trinchera los dos boquetes de
los caminos que salían al Este y que se comunicaban interiormente como
ya lo explicamos al referirnos a la selva del Sauce, estableciendo en la
que cerraba la desembocadura del camino que va a Potrero Sauce una
batería: atrevida posición que comprometía el flanco izquierdo de los
brasileros y la retaguardia del general Flores. Esto hacía insostenible
aquella situación: era arrojarnos a Itapirú.
La audacia de López no tenía límites, porque era una audacia que nuca
puso en peligro su vida, y lo peor es que la hacía servir a sus empresas
mal preparadas, sacrificando sin provecho un ejército que debió siempre
conservar.
La selva situada entre Potrero Piris y Potrero Sauce, puede decirse que
era terreno neutral; ninguno de los adversarios la ocupaba, y ambos se
limitaban a más o menos reconocimientos diarios, que exploraban sus
abras y senderos, y el gran camino que entrando por la parte Este de la
selva, concluía en la trinchera del Potrero Sauce.
El general Díaz, el coronel Aquino y el mayor de ingenieros Thompson,
con 50 rifleros, fueron los encargados de ejecutar el reconocimiento a
que antes nos hemos referido, y cumpliendo ese mismo día su comisión,
volvieron sin que nadie les molestase, a dar cuenta de que la trinchera
era practicable.
López no esperó más tiempo, e inmediatamente hizo reunir 700 palas y
zapapicos y ordenó a los batallones 6 y 7 que se reconcentrasen en
Potrero Sauce, con la orden de estar prontos para marchar. La elección
de estos cuerpos se hacía a causa de haber sido los constructores de los
terraplenes y trincheras de Humaitá.
A la entrada de la noche se les distribuyeron los instrumentos de zapa, y
se pusieron en marcha bajo las órdenes del coronel Aquino y del mayor
de ingenieros Thompson. Una vez llegados al punto de su destino, se
destacó a vanguardia una guerrilla que protegiera los trabajos,
ocultando astutamente su presencia en aquel campo sembrado con los
cadáveres momificados de la batalla del 24 de mayo, de modo que era
difícil distinguir a los vivos de los muertos. (6) Entonces el mayor
Thompson, a la luz de una linterna que estaba colocada a la extremidad
opuesta, y oculta al enemigo por un cuero. Hizo trazar la línea de la
trinchera que debía dar lugar a tan sangrientos y rudos combates.
En esa misma noche, con la rapidez con que efectuaban los paraguayos los
trabajos de zapa, pudieron construir como mil metros de trinchera,
dividiendo aquella obra en dos segmentos, de los cuales el menos extenso
era el que más próximo se encontraba al Potrero Piris y cerraba el
primer boquete, y el segundo el camino que iba a la trinchera del
Potrero Sauce.
Como el foso se construía a la ligera no le dieron en aquel momento más
ancho y profundidad que un metro, arrojando la tierra al frente con el
objeto de resguardarse de los fuegos del enemigo, para más tarde
construir el parapeto del lado opuesto.
Eminente era, pues, la necesidad de sostener esta posición, que los
aliados no tolerarían, en consecuencia, estableció López cuatro
batallones en una abra próxima y de este lado de la trinchera del
Potrero Sauce. Estas tropas se mantenían a las órdenes del coronel
Aquino, quien a su vez debía cumplir las instrucciones del general Díaz,
jefe superior de las operaciones que iban a sobrevenir.
Los trabajos se efectuaban como a setecientos metros del ejército
brasilero, pero como el servicio de seguridad se había descuidado mucho
por esa parte, como sucede en las largas campañas, no echó de ver aquel
el peligro que oculto lo amenazaba, y si acaso sospechó la obra del
enemigo escondido entre el bosque, por el ruido que debieron hacer los
trabajadores al chocar sus instrumentos de zapa, creerían oportuno no
aventurarse en una noche tenebrosa a un tanteo entre tinieblas, que no
daría más resultado que la pérdida de algunos hombres.
Amaneció el día 14 y se pudo ver bien distintamente a corta distancia
una trinchera en comienzo, que flanqueaba audazmente al ejército aliado.
Inmediatamente se ordenó un reconocimiento, que comprobó los trabajos
enemigos y los preparativos para artillarlos con cuatro piezas que se
creyó descubrir entre ramas de árboles. Entonces se tocó generala y el
ejército brasilero se puso sobre las armas.
En esta circunstancia la artillería de la vanguardia y la de la 2ª línea
rompieron un nutrido fuego, esperando que con esta demostración serían
disuadidos los paraguayos de su loca empresa. Después de una hora de
fuego avanzó hacia el bosque una línea de tiradores de las fuerzas de la
vanguardia. Ante esta actitud los paraguayos de infantería y caballería
que estaban fuera del bosque se replegaron a El Boquerón y solo
quedaron ocultos los trabajadores, que cerraban a toda prisa con una
trinchera este acceso. A esta fuerza durante todo el día 14 se le hizo
fuego; continuando en igual situación el cañoneo el día 15.
Pero se apercibieron bien pronto nuestros aliados de que se
perfeccionaban las obras del adversario, y que si se les daba tiempo,
aquella temeraria empresa iba a comprometer gravemente la situación del
ejército imperial. En consecuencia, desde el primer momento, en consejo
de generales, se resolvió tomar la trinchera. Entonces fue que ordenó el
general Polidoro, (9) reciente sucesor del general Osorio, que en esa
misma noche (15 de julio) la 4ª división de infantería del brigadier
Souza, 4 piezas de artillería y una compañía de zapadores, avanzase con
cautela por la margen derecha del bosque que está cercano al Potrero
Piris, y que se emboscase en un albardón próximo a la trinchera menos
extensa, situada entre un bañado y la orilla del bosque del Sauce. Esta
trinchera cerraba el primer boquete y estaba construida en una pequeña
elevación del terreno; de manera que al despertar el día pudiera
recorrer aquella fuerza con rápido impulso el corto espacio que la
separaba del objetivo, y caer por sorpresa al enemigo.
Como esta operación debía ser apoyada por una reserva, se encomendó al
general Mena Barreto la ocupación del Potrero Piris con la brigada de
infantería del coronel Bello y 2 piezas de campaña, teniendo en ese
primer momento como misión especial establecer su comunicación con la
división Souza por algunos de los caminos que conducían al punto donde
se suponía que iba a tener lugar la refriega, y resistir cualquier
movimiento envolvente que sobre aquella división trajera el enemigo. Más
tarde tomaron otro aspecto estas disposiciones y en su lugar haremos su
relato.
Además de estas disposiciones fue reforzado el general Flores con dos
piezas de campaña que unidas a otras dos que poseía este general en la
izquierda de sus atrincheramientos, podían desde allí batir con ventaja
la derecha de la nueva trinchera paraguaya.
3.000 soldados formaban en las filas de la división Sousa, esparcidos en
la 11º y 13º brigada; la primera a las órdenes del coronel Guimaraens y
la segunda a las del brigadier Pereira.
Constituían la 11º brigada los batallones 10 y 14 de línea y 20 y 31 de
voluntarios, y la 13º el 12 de línea, y el 1, 19 y 24 de voluntarios.
A las 5.30 de la mañana se lanzaron los brasileros a la batalla atronando el espacio con un hurra imponente.
El avance fue bizarro; aquellos ocho batallones cargaron con decisión a
la nueva trinchera; los paraguayos aunque sorprendidos en el primer
momento, reaccionaron, y resistieron con tenacidad y dando más solidez a
la defensa, reconcentraron las fuerzas que tenían esparcidas en algunos
puntos próximos al combate.
Al mismo tiempo apoyaba este ataque la artillería del general Flores,
cuyo fuego, combinado con el de la infantería brasilera, hizo sufrir al
enemigo grandes pérdidas. Después de una hora de combate tenaz en que
parecía inquebrantable la resistencia de los paraguayos, los batallones
20 y 31 de voluntarios apoyados por el 10 y el 14 de línea, haciendo un
supremo esfuerzo arremetieron a la bayoneta y conquistaron la posición,
apoderándose como trofeo de gran número de armas, 2 coheteras y 146
instrumentos de zapa. Con los que continuaban los paraguayos la
construcción de sus obras.
Una vez perdida esta primera posición, retirose el enemigo a su espalda,
y ocupando otro punto volvió a resistir nuevamente. Pero también allí
fue convulsionado por los fuegos de la infantería y artillería brasilera
y oriental. Cedió el terreno por un momento, corriéndose a la izquierda
de la nueva posición, y esparcidos en la espesura del bosque
continuaron el combate esperando los esfuerzos que no tardaron en
llegar.
El coronel Aquino volvió con tropas de refresco y atacó a los
brasileros, haciendo esfuerzos constantes para reconquistar la posición
perdida. Se vio entonces una lucha sangrienta y despiadada; tres veces
atacaron los paraguayos y tres veces fueron rechazados y perseguidos
hasta la otra trinchera donde reforzados con nuevos combatientes
repelían a su vez a los brasileros, apoyados por las cuatro piezas que
allí habían establecido, las coheteras, y la artillería del Potrero
Sauce y Paso Gómez, cuyos sostenidos fuegos se dirigían tanto al
campamento de la vanguardia como a la trinchera tomada por las tropas
imperiales. Cesaba el avance a la bayoneta y continuaba el fuego
tremendo que cubría con una capa espesa de humo aquella selva sombría
donde tenía lugar tan reñido combate.
Cuando eran rechazados los paraguayos, se escurrían por el bosque
prosiguiendo rudamente la batalla. Aquella táctica entonces era difícil
para los brasileros, porque oculto el enemigo entre los árboles y el
malezal no presentaba blanco; el humo de los disparos sólo anunciaba su
presencia, y el retumbar de las detonaciones parecía tan unísono y tan
solemne, que al sentirlo a la distancia semejaba un trueno infinito,
algo tan grande como el estremecimiento grandioso de una inmensa
tempestad.
Los brasileños se sostuvieron firmes, transformando la sucesión de esfuerzos en una batalla tenaz aquel sangriento episodio.
El combate tenía lugar en un terreno estrecho y encajonado, donde los
batallones se sucedían a los batallones, combatiendo encarnizadamente
sin un momento de descanso.
Desde las seis y media hasta las nueve de la mañana, los paraguayos
mandados siempre por el coronel Aquino, tentaron los más vivos esfuerzos
para recuperar la posición perdida, no sólo lanzando su infantería,
sino hasta caballería desmontada que venía enarbolando sus sables,
blandiendo sus lanzas y atronando el espacio con alaridos salvajes. La
lucha se hacía cada vez más sangrienta, acaeciendo este combate, no
solamente en los bosques, sino en el estrecho desfiladero que separaba
de la primera a la segunda trinchera. En un momento crítico en que el
general Sousa había comprometido casi todas sus reservas, fue reforzado
con dos piezas de artillería al mando del teniente Acevedo y a las siete
de la mañana con los batallones 6 de línea y 9 de voluntarios al mando
del teniente coronel Paranhos.
A las siete y media el 46 de voluntarios, seguido poco después por el 8 y
el 16 de línea, marchó a incorporarse a los combatientes.
Era un desorden aquella batalla incesante. La naturaleza del terreno
impedía poner en planta un plan regular; allí no existía un lugar
bastante descubierto para el despliegue de una brigada, y haciéndose
éste imperfecto y con grandes dificultades, las pequeñas unidades de
fuerza estaban entregadas a sí mismas; los batallones se batían sin
formación, en fragmentos, sólo por su cuenta, sin disciplina;
retrocedían, avanzaban, sin establecer mutuamente la ligazón a causa del
bosque; la dirección era difícil; esa batalla entre una espesura era
algo individual que se escapaba a la autoridad del mando y a una línea
bien sostenida de combate.
El general Sousa comprendió aquella situación y cesó de ejecutar ataques
infructuosos a la otra trinchera que cerraba el camino que se dirigía a
la del Potrero Sauce, y se replegó a la posición, conquistada con
raudales de sangre brasilera que marcará siempre con glorioso recuerdo
ese día.
En una de las ofensivas que tomaron los paraguayos en ese va y viene de
ataques y rechazos, el coronel Aquino fue herido mortalmente por pelear
como soldado.
Mientras tanto, en el Potrero Piris, además de la brigada Bello, se vio
como refuerzo 3 regimientos de caballería desmontada y armados con
fusiles, ascendiendo estas fuerzas a 1.600 hombres.
El general Mena Barreto ordenó entonces al coronel Bello que con la
fuerza de su brigada tratase de penetrar por una picada que se encuentra
al borde del gran carrizal, con el intento de envolver el flanco
derecho del enemigo y tomarlo por la retaguardia. Estas tropas avanzaron
por el estrecho desfiladero hasta cierta distancia de la derecha de la
posición de López en el Potrero Sauce, pero desde allí retrocedieron
juzgándolo temerario, en razón de la escasa fuerza que llevaban, no
pudiendo por consecuencia llenar su propósito que era atacar por un
flanco o por la retaguardia al adversario que combatía con la división
Sousa. Además de lo que hemos dicho, las dificultades del terreno
hicieron abandonar en su comienzo esta operación, que llevada a cabo,
era de presumir, tal vez, la sorpresa del enemigo, o por lo menos su
forzosa retirada a su línea principal.
Exhaustas de fatiga las tropas del general Sousa, fueron relevadas a las
9.30 de la mañana por lo restante de la 1ª división al mando del
general Argollo, pues los batallones que anteriormente mencionamos
viniendo en auxilio del general Sousa pertenecían a esta unidad de
fuerza y formaban la 8ª brigada.
El general Argollo se estableció en la trinchera conquistada con la 10ª brigada, dejando allí próxima como reserva a la 8ª.
La 10ª brigada era mandada por el teniente coronel Rocha y se componía
de los batallones 13 de línea. 20, 22 y 26 de voluntarios.
Al primer golpe de vista abarcó el ilustre general aquella situación,
implantó el orden y dispuso sus tropas con pericia, y alentándolas con
su ejemplo; no se economizó un solo momento el peligro.
El fuego continuó, disminuyendo a eso de las 10 de la mañana, lo que
daba a comprender que el enemigo había desistido de su aventurada
empresa, siendo esta causa la que promovió la retirada de los batallones
6 de línea y 2 de voluntarios de la brigada Paranhos.
Serían las dos de la tarde cuando sintió el general Argollo que se
reforzaban los paraguayos, e inmediatamente dio aviso al general
Polidoro.
Al momento fueron enviados de nuevo los batallones que recientemente se habían retirado.
Apenas tuvieron tiempo de alcanzar a la trinchera, cuando fue atacada
vigorosamente por los paraguayos, acaudillados por el coronel Giménez,
que había sustituido al bravo Aquino.
Las instrucciones que tenía el general Días, eran terminantes sobre la
conquista a todo trance de la posición perdida. Con tal orden y con
tales ejecutantes, debió constituir un empeño heroico aquel asalto, y
así fue, porque ruda y tenaz trabose una lucha encarnizada, en que al
principio parecía que la violencia del ataque obtenía ventajas, pero
reforzados los brasileros con los batallones 14 de línea, 2 y 31 de
voluntarios de la brigada de Guimaraens repelieron el violento avance de
aquel enemigo inquebrantable.
En estas circunstancias, las fuerzas combatientes del general Argollo
alcanzaron a 13 batallones y pudieron así rechazar las cuatro embestidas
que le trajo el empecinado coronel Giménez.
Estos repetidos ataques se extendían violentos al frente y a los flancos
de la posición de los brasileros, y una gritería infernal se confundía a
la detonación de las bombas, de los cohetes y al chisporroteo de la
fusilería; aquel desorden grandioso era más digno de la fantasía que del
arte de la guerra.
Desde este momento continuó el fuego incesante, sin tregua, al acaso;
pero sin producir grandes pérdidas; la mosquetería se dirigía donde se
suponía el enemigo; sin alcanzar a distinguirlo a causa de la espesa
humareda que cubría como una inmensa nube el perímetro del combate, y
del resguardo de los combatientes en los abrigos del terreno.
En esta situación, viendo el general Polidoro que cada vez aumentaban
más los refuerzos del enemigo, aproximó la división Conesa al campo de
batalla.
A las tres y media de la tare esta división ocupó el Potrero Piris, como
reserva de las fuerzas combatientes, y enseguida se aproximó en
protección de la división Argollo, que combatía con tenacidad en la
trinchera, que en ese momento abandonaban los paraguayos.
Esta fuerza argentina avanzó a paso de trote, llevando a su frente al
valiente coronel Conesa, que a pesar de estar gravemente enfermo,
marchaba erguido como buscando aliento en el fuego de la batalla.
Hizo alto a cierta distancia del campo de la lucha, donde se situó como
reserva, para cumplir la orden de enviar algunos de sus batallones a la
trinchera ocupada por las fuerzas del general Argollo. El primer
batallón que avanzó con este objeto, fue el 2º a las órdenes del capitán
Levalle, relevando a una parte de las tropas brasileras, que estaban
exhaustas de fatiga; le seguía como inmediato sostén el 3º, mandado por
el mayor Tarragona, que oficiosamente había tomado en ese día,
ambicionando nuevos laureles, el mando de dicho cuerpo. Cuando el 2º
agotó sus municiones en un fuego continuado y sin descanso, avanzó el 3º
a tomar la colocación del batallón de Levalle, y éste retrocedió a la
reserva. Reemplazó a estas dos unidades de fuerza, en el mismo orden y
sistema de combate, la 4ª brigada a las órdenes del coronel Agüero,
formada por el 4º, mandado por el mayor Racero, y el 5º a las órdenes
del mayor Dardo Rocha.
Alternando de este modo, y en un relevo continuo, pasaron una parte de
ese día hasta las diez de la noche, sin que cesara la crepitación de un
fuego sostenido y sin descanso.
A esta hora la división Argollo fue relevada por 5 batallones de la 6ª
división al mando del general Victorino. Después de este momento cesó el
combate; el enemigo se retiró, dejando solamente algunos grupos sin
importancia, que de cuando en cuando lanzaban cohetes y uno que otro
metrallazo que se les contestaba sin demora.
Amaneció el día 17, y en las primeras horas de la mañana fue relevada la división Conesa por la del coronel Domínguez.
Durante el combate del día 16, las pérdidas de aquella división se
redujeron a 3 muertos y 41 heridos; entre los últimos estaban los
capitanes Levalle, Vital Quirno, Juan Manuel Rosas y el teniente Pedro
Acevedo.
También tuvimos una pérdida irreparable. El coronel García, Jefe del
Regimiento San Martín; siempre en la lidia, siempre en el fuego, fue
herido en la mañana del día 16 guiando a la división Sousa por los
puntos donde debía atacar; pues siendo el conocedor del terreno, no
había querido fiar a nadie esta comisión. Oficioso y alegre acompañaba
al general brasilero, como quien va a una fiesta.
En esta batalla el ejército brasilero se batió gallardamente; avanzó con
violencia y resistió con sangre fría; y empeñoso y tenaz en la lucha,
fue digno émulo del valeroso y audaz adversario, y atestiguó su faena de
dieciséis horas sin descanso y con coraje, sufriendo la mayor pérdida.
Quedaron en el campo 153 oficiales y 1.899 individuos de tropa. Entre
los primeros que sucumbieron se contaba el coronel Machado, jefe del 31
de voluntarios, el teniente coronel Martini del 14 de línea y el capitán
Gómez que lo reemplazó, del mismo cuerpo; el mayor Lima, fiscal del 46
de voluntarios, y heridos fueron 11 tenientes coroneles y mayores.
Continuó el 17 el cañoneo a intervalos, y se produjo alguna que otra
pequeña escaramuza entre las fuerzas avanzadas de ambos combatientes.
Los inútiles esfuerzos del ejército paraguayo demostraron claramente a
su caudillo lo aventurado de la empresa, y más prudente por la lección
recibida, aprovechó de nuestra inacción del 17 para hacer retirar las
piezas establecidas en la trinchera avanzada que cerraba el camino que
conducía a la línea del Sauce. El teniente coronel Roa las traspuso a
ese punto, dejando en aquella posición una fuerza de infantería a las
órdenes del mayor Coronel.
Mientras que esto sucedía se concentraban al Potrero Sauce fuerte
columnas, todas a las órdenes del general Díaz, predilecto lidiador de
López, dejando sin embargo la dirección de la artillería al general
Bruguez.
Retiradas las piezas quedó una fuerza de infantería de este lado de la
línea del Sauce, que esparcida en el bosque debía tantear la mayor
resistencia, de modo que al avanzar los aliados sintiesen en el trayecto
una firme oposición, viéndose en el caso de conquistar el terreno palmo
a palmo; y cuando fatigados por esta lucha penetrasen en el bosque
disminuidos y en desorden, fuesen barridos por el plomo y el fierro de
sus fortificaciones, y aún admitiendo la hipótesis que llegasen a la
contra escarpa, sufriesen el rechazo por el esfuerzo violento de las
tropas de refresco que sostendrían a los defensores de la posición.
Cuando se establecen estas suposiciones, y se lee el relato del avance
de la división Domínguez el día 18, el orgullo nacional calienta el
corazón ante la hazaña de los 800 milicianos argentinos.
Puede muy bien decirse que durante el día 17 descansaron los
combatientes de las fatigas anteriores, para volver a empezar con nuevos
brios la pugna el 18 de julio, que será siempre una fecha memorable
para aquellos que combatieron valerosamente cuerpo a cuerpo y brazo a
brazo, y cayeron como héroes legendarios.
Este día de tan nobles recuerdos para los argentinos, amaneció claro,
con un cielo límpido que sólo interrumpían allá en el horizonte, las
nubes formadas por el humo de los cañones, semejantes a gruesos copos de
nieve.
Desde muy temprano dio comienzo el bombardeo, lanzando sin cesar los
aliados, multitud de proyectiles al campo enemigo; contestando desde
allí a su vez con sus famosas granadas de 68, y aquellos inmensos
cohetes de largo alcance.
Algún tiempo después, se inició el avance sobre la posición paraguaya,
por la parte exterior e interior del bosque, atacando la trinchera
avanzada que formaba el segmento más extenso y que situada en una
pequeña altura, aún no estaba concluida; limitándose a un foso
imperfecto que cerraba el ancho camino que va al Potrero Sauce.
Este ataque fue llevado por el general Victorino obedeciendo las órdenes del general Flores.
Este general ordenó a los batallones 16 de Voluntarios, y Voluntario
Independiente, que envolviese la derecha de la posición, protegiendo
esta operación el 15 de Voluntarios y el 7 de línea.
Al poner en ejecución este movimiento, se incorporaron estos cuerpos a
los batallones 2 y 5 de línea, y 3, 21 y 30 de Voluntarios de la
división Victorino, que habían avanzado sobre la posición paraguaya,
apoyados por los batallones de la división Sousa 1, 19, 24 y 31 de
Voluntarios, y 7 y 10 de línea, que en aquel momento estaban a las
órdenes del general Victorino, y que constituían la reserva del ataque.
Loa paraguayos, a las órdenes del mayor Coronel, se replegaron con sus
coheteras a la línea del Sauce, continuando en su trayecto de retirada
un fuego vivo y sostenido, siendo protegidos por la artillería del
general Bruguez que ocasionaba grandes estragos a las fuerzas
asaltantes.
En este combate fue muerto el mayor Coronel jefe de las fuerzas
paraguayas que debían disputarnos el terreno de este lado de la
trinchera del Potrero Sauce; oficial que desde el principio de la guerra
había asistido a casi todos los combates, y distinguiéndose por su
valor y decisión.
El entusiasmo y el ardor de la lucha llevó más lejos a los combatientes y
modificó las instrucciones recibidas que se limitaban al desalojo de la
nueva trinchera.
Estas fuerzas victoriosas en este punto, avanzaron resueltamente por el
camino que va a la trinchera del Potrero Sauce, y los batallones
brasileros 2 y 7 de línea y 15, 21, 30 y 31 de Voluntarios, cargaron por
distintos puntos a la posición enemiga.
Este brioso empuje, pero desordenado, alcanzó hasta cierta distancia de
la contra escarpa de la batería del Sauce; pero al momento tuvieron que
replegarse ametrallados por los fuegos del frente y de los flancos.
Retrocedieron los batallones con más orden que el que habían atacado,
imponiendo al adversario con la serenidad de aquella marcha retrógrada.
La constancia de los repetidos ataques de los aliados ejercían dominante
una supremacía bien definida sobre las tropas paraguayas, y fue esta la
causa, que aunque vencedores con el rechazo, se limitaban apenas a una
corta ofensiva, que aprovechaban con alborozo, para asesinar impunemente
a nuestros infortunados heridos, tendidos cerca de sus posiciones.
De corto alcance era, pues, su ofensiva, volviendo enseguida detrás de sus parapetos a esperar nuevos ataques.
Mientras que esto sucedía, el general Polidoro reforzaba la fuerza de
Mena Barreto con los batallones 8 y 16 de línea y 10 de voluntarios, y
el 2º y 3º regimientos de caballería ligera y un cuerpo de guardias
nacionales, armados todos como infantería, con la brigada de cazadores a
caballo del 2º cuerpo. Esta fuerza debía operar una seria demostración
para distraer la atención del enemigo des punto principal, y ocupar al
mismo tiempo una posición avanzada.
Los batallones 3 y 4 de infantería avanzaron por una picada construida
sobre la orilla Oeste de la selva del Sauce que conduce a la línea
principal y que arranca del Potrero Piris llevando el intento de
envolver la derecha del enemigo. Después de grandes dificultades
pudieron ponerse al frente del adversario, pero con tales desventajas,
que siendo rechazados, ocuparon nuevamente una posición más a
retaguardia en donde se mantuvieron firmes, construyendo una obra
avanzada y guardaron al mismo tiempo, puede decirse, el flanco izquierdo
de nuestras tropas combatientes.
Frustrada la primera tentativa sobre la trinchera del Potrero Sauce,
ordenó el general Flores al coronel Domínguez, que obedeciese órdenes
del coronel Pallejas y atacase de nuevo la posición.
El coronel Domínguez que mandaba una división, y que por su edad y
antigüedad podía aspirar al mando superior, con noble abnegación se puso
a las órdenes del coronel Pallejas, y más tarde veremos que aquella
vieja amistad de un día, fue interrumpida por un momento por ese
inexorable destino que condena casi siempre a los militares de batallar
continuo, a una muerte segura en el campo de batalla.
La división Domínguez ocupaba desde el 17 la nueva trinchera enemiga que
había dado lugar al rudo combate del día 16 y constituía la 5ª y 6ª
brigada del 2º cuerpo del ejército argentino. La 6ª brigada era mandada
por el teniente coronel Caraza, y la formaban los batallones 2 de Entre
Ríos, al mando del mismo Caraza, y el Mendoza-San Luis, a las órdenes
del mayor Ivanowsky. La 5ª estaba bajo el mando del comandante Cabot y
se componía del batallón San Juan, mandado por el mayor Giuffra, y del
batallón Córdoba, a las órdenes del mayor Palacios.
Esta hermosa división formábase de cuerpos, de los que algunos, aún no
habían entrado en fuego, y representaba diversos tipos del pueblo
argentino.
Se encontraba solidificada por los sentimientos más nobles y generosos.
El valor, el entusiasmo y el patriotismo constituían una fuerza colosal
en sus filas, y mandada por un viejo valeroso, y por jefes y oficiales
deseosos de conquistar una gloria imperecedera, era de sospechar que en
su empuje sería terrible.
Estando de servicio el batallón 2 de Entre Ríos en la trinchera
recientemente conquistada, el jefe de la línea que lo era el general
brasilero Victoriano, que en la noche del 17 había sentido que los
paraguayos trataban de abrir nuevas picadas para traerle un ataque,
ordenó un reconocimiento sobre las posiciones que ocupaba el enemigo.
El comandante Caraza, no queriendo confiar a nadie esta delicada
comisión, marchó en persona, llevando una compañía de su cuerpo. A muy
poca distancia encontró al adversario resguardado en el bosque, en
actitud de combate: fue entonces que desplegó la compañía de cazadores y
rompió un fuego graneado y sostenido, manteniéndose con entereza hasta
que el resto del batallón marchó en su auxilio.
Los paraguayos, al tentar la debilidad del ataque, cargaron a su vez con
mayores fuerzas. En tal circunstancia, el coronel Domínguez contuvo la
arremetida enviando al intrépido Ivanowsky, que con su cuerpo
restableció el combate; al mismo tiempo que con el resto de la división
apoyaba el movimiento y se aproximaba rápidamente para reforzar y
sostener la batalla empeñada por la 6ª brigada.
El enemigo retrocedió, entonces, y tomó por línea de retirada senderos
que solo él conocía y el camino del Este que va al Potrero Sauce. La
división continuó la persecución, y como no podía aventurarse en
estrechas sendas, ni estudiado la topografía de aquel suelo, costeó la
orilla del bosque, hasta penetrar en el boquete que conduce a la
posición enemiga.
Durante este corto trayecto, sufrió los horrorosos estragos de la
artillería de Paso Gómez, y cerrando los claros a los gritos de ¡Viva la
patria! Y sufriendo pérdidas de consideración, penetró a paso de trote
en la pequeña abra que se ha llamado Boquerón en vez de Antro de Muerte.
Una vez allí, resguardada por el bosque, cesaron un instante los
estragos, de manera que la columna hizo alto y pudo reorganizar sus
filas.
Ante tan gallardo avance, el enemigo, que aún sustentaba alguna fuerza
de este lado de su línea, se replegó completamente allá, donde esperaba
de nuevo pelear como bueno.
Fue entonces que el general Flores, jefe superior de esta operación,
ordenó al coronel Domínguez que se pusiera a las órdenes del coronel
Pallejas y atacase la trinchera del Potrero Sauce, que allá en el fondo
del camino se veía coloreando.
Esta vía tenía como cuarenta metros de ancho, encajonada entre muros de
árboles enmarañados que le daban un aspecto sombrío; se encontraba
obstruida por la pequeña trinchera artillada con 3 piezas y formada por
un foso y un parapeto de berma. En el glacis no existían defensas
accesorias, ni presentaba a primera vista grandes dificultades su
acceso.
Lo serio de la empresa no estaba en el obstáculo artificial, fácil de
allanar con zapadores, sino en aquel largo callejón barrido por la
metralla y la muerte, sin presentarse otro punto inmediato para poder
flanquear la posición, defendida al Oeste como ya se ha dicho por
espesos bosques y grandes pantanos, y al este por la artillería de Paso
Gómez, que enfilaba los pasos precisos del profundo Estero Bellaco del
Norte.
La columna de asalto tenía que recorrer cuatrocientos metros por aquella
calle del infierno, sufriendo el fuego de metralla por el frente y por
los flancos, y llegada a la trinchera, era de suponer que el enemigo
contrarrestase el ataque con fuerzas superiores que ya habían rechazado
anteriormente la primera intentona. Estaba, pues, prevenido.
Los batallones hicieron por el flanco y marcharon orillando los dos
lados del camino, de modo que el centro quedó libre, evitando así los
estragos que los proyectiles enemigos hubieran hecho en una columna
cerrada.
El 2 de Entre Ríos y el Mendoza-San Luis avanzaron por la derecha, y el
San Juan y Córdoba, un poco más a vanguardia, siguieron por la
izquierda. El airoso batallón Florida marchaba de reserva apoyando el
movimiento de los cuerpos de adelante. Como cuerpo de línea era el
nervio de aquel asalto; mandado por un distinguido y bravo oficial, el
capitán Enrique Pereda debía una vez más inscribir en su bandera otra
fecha inmortal.
En el paraje donde la división hizo alto, formaba una especie de recodo
el camino, que servía de amparo a las tropas que avanzaban o se
retiraban del asalto.
Un momento después de dejar la división aquel abrigo y de enfrentar la
trinchera enemiga, fue acogida por un fuego terrible de mosquetería y
metralla, haciéndola sufrir horriblemente.
Estas pérdidas se manifestaban más sensibles en los dos batallones de
vanguardia, que se reforzaron inmediatamente con los otros tres que
seguían más a retaguardia, y así la división, confundida y en desorden
cargó resueltamente el baluarte paraguayo.
Aquellos batallones de soldados ciudadanos, apoyados por un sostén de
línea, al atravesar aquel espacio fatal, soportaron en silencio el fuego
sin piedad que se les hacía, y que abría inmensos claros sombríos en
sus filas; se marchaba en confusión, tropezando con los muertos y los
heridos, pero se avanzaba siempre sin mirar atrás, y animados por sus
jefes y oficiales, nada los detuvo: ni la metralla, ni el plomo, ni las
grandes bombas de sesenta y ocho, que explotaban como un reventazón de
dinamita. La columna rodaba impertérrita, triturada, como una ola
embravecida, dejando filas enteras que caían como si fueran soldados de
plomo, soplados por el aliento de la muerte.
Llegaron a la trinchera, y dio comienzo con furor violento la lucha al
arma blanca. Aquellos demonios de paraguayos se batían desesperados:
embriagados con el frenesí de la batalla, parecían leones enfurecidos.
Habían cesado las detonaciones que aturden, dominando el ruido seco de
los aceros que se chocan en el entrevero, y erizan con el horror de la
muerte. Defendían la trinchera ciegos de coraje, a bayonetazos, con
piedras y balas que lanzaban con la mano, paladas de arena que arrojaban
para cegar al asaltante, a culatazos, a golpes de escobillón, a
sablazos, a botes de lanza.
El movimiento y el sordo rumor de aquella lidia, era imponente.
En la cima del parapeto, algunos parecían gigantes bronceados, medio
desnudos, con el morrión de cuero hacia atrás y el escapulario mugriento
descansando sobre el sudado pecho, levantando unos brazos que caían
para matar, y muriendo sin decir un ¡ay!
Enardecidos, sostenían constantes el débil muro que apuntalaban sus pechos.
Un tambor de quince años tocaba ataque en la caja de aros torcidos.
Aquel ronco retumbo, perdiéndose impasible en el fragor de la refriega,
era el último ardimiento que animaba la defensa. De repente cesó de
batir la muerte…. ¡infortunado niño!
Lo alto del parapeto y con tales defensores, impedía la escalada, y continuó así aquella lid, digna de ambos combatientes.
Los cañones habían enmudecido al quedar los artilleros fuera de combate,
y únicamente la infantería paraguaya estorbaba el paso como una muralla
de hierro: como a los rusos de Napoleón, era necesario darles muerte y
empujarlos para que cayeran.
El valiente Ivanowsky, con una mano hecha pedazos, esforzaba a sus
soldados, en ese idioma que sólo a él se le comprendía en la batalla.
Giuffra, chorreando sangre, continuaba al frente de su tropa. El
comandante Cabot acababa de rodar por el suelo con tres heridas. El
mayor Palacios también caía, y valientemente otros oficiales tomaban la
dirección de su cuerpo. Una bala de cañón lleva las dos piernas al
teniente Lemos; casi exánime, lanza un grito de dolor comprimido, y
aprovecha sus últimas fuerzas para sacar su revolver, y dándoselo al
capitán Villanueva, le pide que lo mate agregando en seguida: “Muero
contento, porque asisto a nuestro triunfo y he cumplido mi deber”. Un
momento después espiraba aquel noble ciudadano. Otra bala lanza por el
suelo al abanderado del batallón Mendoza-San Luis, y un sargento 2º del
mismo, Pedro Coria, le arranca el estandarte, y haciéndolo flamear grita
¡Viva la patria! y salta sobre el foso. Próximo a él, Videl Linares,
otro sargento, increpa a sus camaradas con esa voz que impone en el
peligro: “No miren a los que caen, que hemos venido a pelear y a
vencer”. Por otra parte el soldado Raimundo Carreras, trabaja con su
bayoneta escalones para trepar al parapeto.
La resistencia se hace tenaz. El guerreador oriental está en su
elemento, Domínguez apostrofa a sus sanjuaninos porque no son más
valientes que él. Caraza y Mayorga hacen esfuerzos para hacer salvar la
valla fatal.
Fue entonces que el coronel Domínguez solicitó del general Flores una compañía de zapadores.
Ochenta brasileros, a las órdenes del teniente Carvalho avanzan con sus
palas y sus picos, pero ante que se pusieran a la obra, las tropas
argentinas escalaron la posición, quedando por orden expresa el batallón
Florida de reserva formado en batalla sobre un lado del camino y aunque
completamente diezmado era el único apoyo con que se contaba en caso de
un revés. Era pues la llave de nuestra victoria.
La división se precipitó como una avalancha sobre la trinchera, y se vio
flamear allí con gloria, casi simultáneamente las banderas agujereadas
de los batallones Córdoba y San Juan.
El primero que escaló la disputada trinchera fue el capitán del San
Juan, Lisandro Sánchez, seguido del soldado Santiago Esquivel, y animada
por el ejemplo su brava compañía, sin trepidar, trepó al asalto: un
momento después caía el gallardo capitán, y no por estar herido deja de
proclamar a sus soldados. Como compañero de gloria tuvo a su colega
Pedro Sosa, del regimiento Córdoba, que al saltar sobre el terraplén de
la batería se desploma inerte: una bala le cortó el aliento de la vida
para arrojarlo a la posteridad. Muerde el polvo el abanderado del 2 de
Entre Ríos, y el sargento Máximo Eguren se precipita violento, toma la
bandera, la levanta en alto y escala la batería, gritando a sus
camaradas en el idioma varonil del pueblo: “¡Síganme si son hombres!” Y
otro soldado le contesta altanero: “Lo hemos de seguir, sargentito;
¿acaso usted no más es argentino?”
¡Frase de patriotismo, insubordinación sublime, provocada por la duda del superior!.
Y se lanza el miliciano airado a sostener su palabra, y tras de él van otros, y al fin todos.
Los episodios se repiten y los héroes ignorados se multiplican; el
entrevero sangriento continúa encarnizado, y el enemigo, aunque ha
retrocedido, disputa el terreno palmo a palmo.
Al coronel Domínguez le han muerto dos caballos; su mala suerte le anda
rozando; a pie, en medio de aquel batallar sin tregua, se le ve con sus
ayudantes Lastra, Funes y Gauna, que le rodean como un muro de
abnegación.
Pallejas, el jefe superior del asalto, acaba de morir ¡Su epitafio será su nombre! Nació para la guerra, y murió en su ley.
Nuestras bajas van aumentando siempre: pero al fin cargan los batallones
a la bayoneta, y los paraguayos se dispersan en los montes que
circundan el Potrero Sauce, donde esperan nuevos refuerzos para tomar la
revancha.
El coronel Domínguez hace conducir el cadáver del coronel Pallejas a su
cuerpo, y lo incita con frases de fuego a vengar su muerte. El capitán
Pereda rinde los honores a aquella sombra de héroe. En una angarilla
improvisada con cuatro fusiles, es conducido por los viejos compañeros
de sus campañas, y con el paso majestuoso de la marcha funeral, pasan en
silencio por el frente del batallón entristecido. El Florida,
inconmovible, se conmueve: Pallejas era su alma espíritu ardiente que
animaba con el soplo del heroísmo aquel bizarro cuerpo.
La trinchera había sido conquistada; muertos una parte de sus
defensores; tomados sus cañones; pero aquella costosa victoria debía
durar un momento: estéril por falta de reservas que apoyasen una
operación detrás de la cual debió avanzar todo un ejército.
Nuestras fuerzas desorganizadas e irreflexivas se esparcen en los
ranchos, merodeando al son de la victoria. En vano tratan los jefes de
organizar los batallones, previendo que la embriaguez del triunfo les
será fatal y que el enemigo volverá sobre sus pasos y convulsionará a la
división disuelta y sin reservas.
El viejo coronel Domínguez, impaciente, nervioso, sintiendo que la
fortuna puede cambiar de bandera, lanza su mirada inquieta hacia el
camino, esperando las reservas para coronar su obra; el tiempo vuela;
los refuerzos no aparecen; su mortal angustia, veloz aumenta: sostener
esa trinchera con un puñado de hombres contra todo un ejército es
imposible; aquel corazón de soldado se hace pedazos ante ese momento
supremo.
Se prevé ya una retirada; en esta circunstancia se arrojan las
municiones de las piezas conquistadas al agua; no hay con qué clavar los
cañones, la corneta sigue tocando reunión, y al fin empiezan a
reconcentrarse los dispersos batallones; los paraguayos no dan tiempo y
desembocan con grandes masas al Potrero Sauce; los primeros que se
lanzan con decisión sobre nuestras tropas pertenecen al regimiento 21 de
caballería desmontada, que viene a paso de trote, seguido muy cerca por
los batallones 6, 7, 12, 13, 36 y 40. Estas fuerzas son acaudilladas
por el general Díaz, que incansable vuelve a tomar revancha.
El coronel Domínguez, abrumado por fuerzas inmensamente superiores, con
sus tropas exhaustas de fatiga, sin municiones, sin reservas, sin la
protección inmediata que debió apoyar aquel ataque improvisado, abandonó
el terreno, organizando en la retirada a sus despedazados batallones.
Los paraguayos ejecutaron un amago de ofensiva y alcanzaron a atacar a
poca distancia de su guarida a los últimos hombres que se retiraban,
pero la brava división impuso respeto y se retiró combatiendo, protegida
enérgicamente al mismo tiempo por algunos batallones de la división
Souza, que causaron bajas al adversario.
En aquella retirada aún hubo actos que demostraron la serenidad del
movimiento y la calidad de los ejecutantes. Giuffra es herido nuevamente
y es salvado por el soldado Ignacio Acuña. Otro soldado, Nicolás
Acosta, que se arrastraba herido, da muerte a puñaladas a un oficial
paraguayo y le toma la espada como trofeo, y así, por un corto espacio,
continúa con los últimos eslabones de la retaguardia en retroceso.
Algún tiempo después ya no fueron incomodadas aquellas bravas tropas, y
pudieron ejecutar sin peligro alguno la marcha retrógrada.
Un silencio de muerte dominaba con la melancolía de la derrota aquel
grupo taciturno; los uniformes despedazados y ensangrentados; los
rostros sombríos, sucios, ennegrecidos por el polvo, la pólvora y el
sudor que se deslizaba en oscuros surcos, mezclado alguna vez a gotas de
sangre; el cansancio manifiesto por un paso pesado e indiferente,
imprimiendo una actitud imperturbable en aquellos hombres de bronce; la
jerarquía militar confundida en la desgracia fundiendo en un grandioso
sentimiento todos los latidos; los tintes lúgubres del silencioso
paisaje esparcidos con el arte sublime de la creación en aquel
desfiladero fatal, sombreado por altos y oscuros árboles que salpicaban
por los intersticios de su espeso y roto ramaje, caprichosas manchas de
sol, moviéndose inquietas en la ardiente arena ensangrentada; el lejano
rumor, casi imperceptible de los lamentos de los infortunados heridos
abandonados en aquel terrible desamparo, conducido por una brisa tibia,
indiferente como el último dolor indescriptible de la más horrible de
las separaciones; todo, todo, ese conjunto, armonioso en sus dolorosos
detalles, constituía el trágico final, de la escena viva de la primera
parte de una epopeya inmortal.
Cuando salían nuestras tropas del boquerón, se encontraba allí el
general Emilio Mitre presenciando aquel desfile sangriento. Al pasar el
mayor Mayorga con los restos de su batallón, le dice el general:
- ¡Mayor! ¡Y lo demás de su cuerpo, dónde esta?
Se detiene Mayorga; toma la posición militar; saluda; lanza la mirada
entristecida al rumbo de la liza, y extendiendo el brazo con la espalda
torcida, en esa dirección contesta con una voz quebrada, no por la
batalla, sino por el infortunio:
- ¡General, han muerto por la patria!
Al pronunciar esta frase se enturbiaron los ojos del valiente oficial, y continuó en silencio su camino.
El general sintió que el corazón golpeaba violento; aquella apoteosis en
una frase le había conmovido: inclinó la cabeza, quiso hablar, y no
pudo.
Alguna vez, en la desventura de los combates, los generales no son generales…… son camaradas.
Las bajas de la división Domínguez alcanzaron en muertos, a 10 oficiales
y 109 soldados; en heridos, a 4 jefes, 14 oficiales y 180 soldados, y
en contusos a 6 oficiales y 60 individuos de tropa; se ve, pues, que fue
una pérdida enorme, dado el pequeño efectivo de los cuerpos y la
desproporción entre los muertos y heridos.
Al hacer este cómputo, se entrevé fácilmente la gloriosa faena de esta
intrépida división, porque su pérdida representa la mitad de la fuerza
que asistió a la batalla en tropa y oficiales.
Aquel avance temerario e irreflexivo ordenado por un general fue una de
las más grandes glorias del soldado en la guerra del Paraguay.
El carácter impetuoso que distingue a los pueblos del Plata, ha sido
alguna vez causa de contrastes sufridos en la guerra del Paraguay,
después de ventajas obtenida. La intrepidez no siempre iba bien
equilibrada con aquella sabia serenidad que lo prevé todo, antes de la
lucha, en la lucha y después de la lucha; que aconseja con prudencia
exquisita y marcada astucia el modo de llevar a cabo una operación de
guerra. Pudiéramos presentar en la historia de aquella larga contienda
varios ejemplos, en los que el ardor de un valiente jefe malogró una
operación llevada a cabo con felicidad; pero basta con recordar que
Martínez de Hoz en el Chaco, y Romero en Itavaté, se sacrificaron a su
indomable valor: eran leones que en un combate debían estar atados en
las reservas, para lanzarlos en los momentos en que éstas ganan las
victorias.
Las instrucciones acordadas sobre el combate que narramos, se redujeron
al desalojo de la trinchera que audazmente construyó el enemigo en
nuestro flanco izquierdo; y a un simple reconocimiento, si el caso era
oportuno, sobre el potrero Sauce. Un oficial general, en el entusiasmo
del combate, ordenó un formal ataque a la línea de López, que tenía a
retaguardia todo el ejército paraguayo.
Para llevar a cabo una operación de tal magnitud se necesitaban las
fuerzas unidas de los tres aliados, porque sería una acción decisiva,
que daría por resultado una batalla; pero comprometer ataques parciales,
en los que no entraba mayor fuerza que cuatro o seis batallones, en un
avance tan serio y que demandaba la cooperación de grandes
demostraciones por otros puntos, constituían un error que no escapará a
la penetración de nadie.
Sabemos perfectamente que el más simple reconocimiento ofensivo puede
dar lugar a una gran batalla; pero cuando éstos se ejecutan, el ejército
se prepara a aprovechar los acontecimientos favorables que puedan
sobrevenir.
El ataque a viva fuerza y por el frente, a la línea de Tuyutí, se consideró siempre como una empresa muy difícil.
Ataque ordenado por el general Flores
Cuando supo el general en jefe que la división Domínguez había
extralimitado las instrucciones acordadas sobre esta operación y que se
encontraba seriamente comprometida, ordenó la marcha apresurada de la 4ª
división del 2º cuerpo del ejército argentino, a las órdenes de otro
viejo valiente: el coronel Argüero.
Esta unidad de fuerza estaba repartida en aquel momento en dos
batallones 2º de línea, al mando interino del mayor Borges; 1º y 3º de
milicias de Buenos Aires, a las órdenes del comandante Mateo Martínez, 9
de línea bajo el mando del comandante Calvete; y dos compañías del 3 de
Entre Ríos, a las órdenes de su jefe el comandante Pedro García; las
otras dos habían quedado a la derecha del campo argentino.
Estas fuerzas eran conducidas personalmente por el general Emilio Mitre,
jefe del 2º cuerpo, y tenían por misión desenganchar a las tropas de la
división Domínguez del peligro en que se encontraban, pues se suponía
que los paraguayos tomarían una ofensiva resuelta, y conteniendo su
avance, podrían retirarse libremente nuestras fuerzas rechazadas.
La guerra es toda abnegación: alguna vez se sacrifican los más para salvar a los menos.
Sólo con este objeto se comprende que se mandaran dos batallones donde
habían sido rechazados cinco, cuando mejor resguardado el enemigo, era
de temerse un contraste.
Cuando el general Mitre llegó con la fuerza ya indicada, se retiraban
las últimas tropas de la división Domínguez; se aproximó al general
Flores y pidió instrucciones; éste le ordenó un nuevo ataque a la
trinchera, a la que observó aquél:
“Si es una orden, general, la cumpliré; pero debo observarle que la
fuerza es insuficiente y será rechazada. Acabo de presenciar desde la
vigía la reconcentración de grandes masas sobre la línea del Sauce”.
Contestóle el general Flores: “Hay fuerzas comprometidas y es necesario salvarlas”.
“En ese caso, replicó el general Mitre, si soy rechazado insisto en el ataque”.
- “No, general, se retira”, respondió el general Flores.
El general Emilio Mitre ordenó entonces al coronel Argüero que atacase
con la 7ª brigada (2º de línea y 1º del 3) mandada por el comandante
Orma, jefe de la 8ª brigada, que se mantuviese de reserva con el
batallón 9 de línea y las dos compañías del 2 de Entre Ríos, en el
boquete donde tuvo lugar el combate del 16.
Ante de ponerse en camino de aquellos dos gallardos batallones, el
general E. Mitre les dirigió su palabra ardiente recordándoles a cada
uno las pasadas glorias.
Un instante después el coronel Argüero, presintiendo su infausta suerte,
hacía decirle esta amarga despedida: “Esté seguro, general, que voy a
cumplir con mi deber: le recomiendo a mi familia, reciba el adiós eterno
de su amigo”.
El presentimiento fatal del destino, no quebró la energía del valiente
coronel; se le vio sereno, radiante de valor, imperturbable, en ese
momento solemne, en ese silencio precursor del estallido de los más
violentos sentimientos humanos, en que el soldado más soldado es
sacudido por una fuerza extraña.
El trayecto seguido por esta columna fue el mismo que el de la tercera
división; avanzó sin conocer el terreno por la margen exterior del
bosque, cuando mejor dirigida lo pudo hacer por el camino interior que
remataba en la embocadura de la vía que conducía al Potrero Sauce,
salvándose así de los fuegos de la artillería de Paso Gómez; y como
aquélla, sufrió las primeras pérdidas antes de abrigarse en el recodo de
la entrada. Allí hizo alto, y reorganizó sus filas.
El 2 de línea, en columna cerrada, marchó a vanguardia, siguiendo por el
costado derecho del ancho camino; más a retaguardia, y sobre el costado
izquierdo, avanzaba en la misma formación el 1º del 3; batallón porteño
bravo y entusiasta, mandado por un viejo de corazón esforzado, que vive
como un recuerdo santo en el corazón de sus camaradas.
El comandante Fortunato Flores fue el guía enviado por el general Flores
para conducir esta columna por aquella vía encharcada ya con abundante
sangre aliada: ¡Valiente oficial! no desmintió un solo instante el
linaje que llevaba en sus venas.
Mentras tanto, los paraguayos habían reconcentrado grandes masas en el
Potrero Sauce, y esperaban con la mecha encendida y las punterías
hechas, que se agolpasen nuestras tropas a la vía para barrerlas con el
fuego infernal que dominaba completamente aquel camino irregular, que en
forma de embudo, seguía la proyección de la metralla.
La 7ª brigada se lanza al asalto
El coronel Argüero, con el entusiasmo de un joven, se puso a la cabeza
de la escalonada columna, y avanzó resueltamente. No bien desembocó en
el boquete y enfrentó la batería aquella masa de carne humana, fue
recibida por un fuego horrible de mosquetería y metralla, que horadando
hombres, atravesaba toda su extensión para ir a incrustarse, tal vez, en
las últimas hileras; claros que se abrían entre el dolor y la agonía y
se cerraban en silencio a la voz seca de sus oficiales. Desde el primer
momento la sangre corrió a torrentes, y Argüero, Martínez, Orma y Borges
y otros tantos, se hicieron dignos de las tropas que mandaban.
Al comienzo de la lucha es herido el comandante Orma, jefe de la 7ª
brigada, y al retirarse, le ordena al comandante Martínez que tome el
mando de esa unidad de fuerza y se ponga a la altura del 2 de línea, que
sigue más a vanguardia, despedazado ya por los proyectiles; y el
coronel Argüero le hace decir también que la batería enemiga está en
nuestro poder. Vana ilusión de aliento para disimular aquel sacrificio
inútil, que conquistó una gloria sin provecho.
Los dos batallones comprometidos en esta crítica situación, solos en la
boca del lobo, desorganizados, amontonados, avanzaron contestando con un
fuego desigual al mortífero de la trinchera, de los flancos, de todas
partes; detrás de cada árbol un fogonazo, enormes proyectiles que
cruzaban rugiendo como una jauría de tigres; se tropezaba en los
muertos; los lamentos se confundían con las detonaciones, y aquel modo
de morir era tan bárbaro, que sólo el aturdimiento de la batalla puede
hacer soportar como un autómata espectáculo tan conmovedor.
Mateo Martínez confiesa en su parte “que la operación se hacía difícil, y
que después de media hora de fuego, aprovechando un momento de sublime
entusiasmo, pide al abanderado Miguel Massini el estandarte para iniciar
la carga, y aquel joven oficial con el ardor de sus años, le contesta
vehemente: Iré donde vaya la bandera, y mi mayor gloria será mancharla
con mi sangre. ¿Dónde quiere que la clave? Concluye, sacudiéndola
convulso”.
-¡Allí! le dice Mateo Martínez, dominado un tanto por el denuedo del alférez, y señala con la espada la pavorosa trinchera.
Diálogo sublime sostenido en el torbellino de la tumba en medio de los
compañeros que caen, de los horrores sin nombre. Si aquel combate no
hubiera tenido más que estas frases, sería lo bastante para la gloria de
ese día.
Un batallón con tal abanderado debió lanzarse como un torrente a la
batalla, y así fue: todos siguieron a la sagrada enseña, que avanzó
rápida al enemigo.
El 2 de línea, que seguía a vanguardia sobre el costado derecho,
marchaba con el empuje de la tropa de línea y el estoicismo de la
disciplina. Aquellos altivos soldados devorados por el fuego de sus
gloriosas tradiciones, impasibles desafiaban la muerte como el rudo
cumplimiento de su deber.
Esa masa oscura, nerviosa, automática, envuelta en una nube de
blanquecino humo, de cuyo centro se erguía con una vanidad ostensible la
bandera de los argentinos ilesa en la honra de las batallas, refulgente
por sus victorias, y noble por su cuna, representaba allí a dos glorias
de Buenos Aires como para completar el cuadro de los heroicos
sacrificios de la República.
Los dos cuerpos casi a la misma altura avanzaban ganando terreno,
dejando a cada paso un reguero de abundante sangre. El intrépido Borges
acababa de ser herido y tomaba el mando de su cuerpo el capitán Sáenz. Y
esos dos grupos tan bravos y tan constantes, soportando toda la
atrocidad de un combate desigual, continuaron la ascensión gloriosa de
la inmortalidad.
El abanderado Dantas y Moritán
En el 2 de línea, como en casi todos los cuerpos existían pequeñas
enemistades entre algunos de sus oficiales. El alférez Dantas y el
teniente Moritán no se levaban en buena armonía.
Dantas era un joven altanero, insubordinado, por lo que estuvo algunas
veces preso; pero leal amigo, corazón esforzado y generoso, y de un
carácter noble y caballeresco; le dolía la disciplina, y conociendo que
tenía temple de soldado, deseaba cuanto antes un ascenso espectable.
Moritán era más soldado, porque se había educado en un cuerpo de línea, y
por consecuencia conocía mejor sus deberes y soportaba con mayor
paciencia la obediencia pasiva. Poseía también excelentes condiciones
militares; era valiente y sereno y algo estudioso.
Las provocaciones indirectas de Dantas habían herido la susceptibilidad
de Moritán, que esperaba ansioso el momento para demostrarle el error en
que estaba.
En este día memorable, Dantas llevaba la bandera de su cuerpo, y un
momento después que se inició el ataque, se le aproximó Moritán y con
aire altanero y sarcástico le increpa así: “Subteniente, ahora vamos a
ver si sabe usted sostener sus fanfarronadas; es en este terreno donde
los bravos echan bravatas”.
Dantas lo miró con esa ira repentina que todos sus amigos le conocemos,
con ímpetus de clavarle la moharra de la bandera; pero se contuvo, y
contestó con altura: “Tiene usted razón, es este el campo de las
bravatas heroicas como ésta”. He hizo ondear en el espacio aquella
bandera que conducía tan dignamente.
En este momento, un golpe de metralla los dejó solos en un claro y entre
una nube de tierra se destacaron vagas y oscuras sus dos siluetas. Se
miraron, no con odio, sino con admiración; Dantas había encontrado la
horma de su pie, y el otro el molde de su héroe.
Las dos columnas agrupadas en fragmentos, en formación irregular, no
escuchando ya la voz de la disciplina, aturdidas por el estampido del
cañón y la embriaguez de la sangre, e impulsada por su propia fuerza
cívica, alcanzaron en desorden hasta el pie de la trinchera.
Una tropa paraguaya que estaba oculta para sostén de los defensores, se
levantó de repente y rompió en una descarga voraz. A la sorpresa de esta
detonación unísona, siguió un segundo de silencio, y en seguida, un
fuego mortífero. Debajo de la nube de humo que envolvió a los asaltantes
se pudo ver entonces un espectáculo aterrador.
El suelo acababa de ser cubierto con nuevos muertos y moribundos; estos
últimos se habían mezclado a más de trescientos de los caídos en los
combates anteriores.
¡Espantosa perspectiva presentaba aquel suelo de manchas rojas!
Paraguayos, argentinos, brasileros, orientales, estaban allí confundidos
con su infortunio; extendidos algunos; encogidos otros; sentados, de
bruces, en diferentes posiciones, cubrían materialmente el suelo antes
de llegar a la trinchera. Los vivos se movían desesperados agitándose
con el desasosiego del dolor, o en silencio miraban azorados a los
nuevos combatientes, esperando ansiosos el triunfo de sus banderas, para
tener segura la vida; los que morían dejaban oír el estertor de la
agonía con los labios espumosos; los cadáveres color de cera, reflejaban
en sus rostros y en su actitud inerte la última impresión violenta de
la vida; tumefactos ya algunos, presentaban el aspecto de una muerte de
días anteriores. El conjunto de aquel campo horrible hería la vista con
el matiz funerario de variados uniformes ensangrentados, que daban a la
liza un aspecto de entrevero homérico, que no cesaba sino para
recomenzar con nuevo ardor.
Nuestras tropas rompieron un fuego certero, que barrió la artillería
enemiga; pero nuevamente reforzados los paraguayos contestaron con más
ventaja, y se vio al mismo tiempo a sus numerosas reservas allá en el
fondo del abra del Potrero Sauce, que con el arma descansada esperaban
tranquilamente nuestra entrada.
Estas reservas colocadas al alcance de los proyectiles, sufrían continuas bajas.
A pesar de haber nuestra ofensiva dominado un momento con su influencia
moral, no se adelanta un paso porque el enemigo aumenta cada vez más el
poder de la resistencia.
Bravura del capitán Segovia
Argüero, el bravo jefe de la división, acaba de rodar sin vida: lo
respetaron las lides civiles para que tuviera la gloria de morir en una
guerra extranjera. Heridos el teniente Moritán y el ayudante Villalón
caen al lado del cadáver de su compañero Reyes, que había ya entregado
una vida temprana a la patria. Velázquez, que mandaba la primera
compañía del batallón de Martínez, muere con tres balazos, y Paz, Iraola
y otros más siguen el mismo camino. Mateo Martínez, siempre fogoso,
esfuerza sin cesar a sus soldados con palabras enérgicas que imponen a
los que las escuchan, pero no son para repetirlas aquí; un metrallazo le
quita el caballo de entre las piernas y lo mismo sucede a su ayudante
Medeiros; ágil salta el viejo a tierra y sigue alentando a su tropa.
Massini al cumplir su compromiso de soldado, salpica con su sangre el
estandarte. Alcorta, Herrera, Pico, Ravelo, siguen en sus puestos de
combate con valor, y sobre todo se eleva la hermosa figura del más
espectable de los capitanes del 1º del 3º, Gregorio Segovia, tan
temerario como modesto, más valiente que el que más, según la frase de
sus soldados; todos ellos están allí al frente de los grupos confundidos
de sus compañías que empiezan a retroceder.
En el 2 de línea sucedía otro tanto. García, Racedo, Molina, Chausiño,
capitanes educados en aquel cuerpo, animaban sin descanso a su tropa,
fatigada de tan desigual combate.
Una granada de 68 levanta una mole de tierra que, dando contra el cuerpo
del capitán Molina, lo lanza por el suelo a cierta distancia: todos lo
creen muerto, pero resucita el capitán del 2, lanzando un sarcasmo
oportuno en el que demuestra su calma estoica, y se pone de nuevo al
frente de su compañía, animándola con más bríos.
El soldado Enrique Flores
Aquellos dos batallones hermanados por el peligro y el sacrificio, noble
abnegación que tenía en perspectiva el martirio, presintiendo lo
imposible de la empresa, empieza a sufrir los sombríos efectos de una
victoria inabordable. Un momento más y se dirá de ellos: ¡Ya fueron!
Dantas conoce aquella situación y se arroja con la bandera a la
trinchera, pero una bala enemiga previene tanta audacia, y le tritura
fuertemente una mandíbula: se desploma sin soltar el trapo sagrado que
oprime aún con las últimas fuerzas que le quedan.
La enseña de Mayo ha caído al lado de los paraguayos, que ansiosos la
codician sin atreverse a saltar el parapeto; pero al instante se
precipitan sobre ella el capitán García y el subteniente Bosch. García
la toma primero, y Bosch ejecuta el primer movimiento para arrancarla al
moribundo, y exclama conmovido:
- Capitán, yo soy más subalterno, cédame usted ese honor.
Y el capitán García, abrazándole, le dice con gravedad:
- Subteniente, la llevaremos los dos, y si Dios no nos ayuda, será nuestra gloriosa mortaja.
Mientras tanto, Dantas por una contracción nerviosa, inexplicable, aún
oprimía fuertemente el estandarte y fue necesario un sacudimiento cruel
para arrancárselo.
Aquellos dos jóvenes que se estrechaban enternecidos a la sombra del
despedazado emblema de la patria, sufriendo, a pocos pasos de distancia,
un fuego mortífero, en medio de uno de esos rechazos desalentadores que
ponen a prueba las almas más bien templadas, estuvieron a la altura de
Lemos, Massini y Dantas.
Los batallones retrocedieron sin guardar formación en un desorden
silencioso, y el supuesto cadáver de Dantas quedó extendido al pie de la
trinchera.
Entonces se vio volver de uno de los grupos que se retiraban, un soldado
de aspecto varonil y sudoroso, se detuvo un momento; lanzó una mirada
indescriptible al campo enemigo; una resolución suprema convulsionó su
espíritu en ese instante, y venciendo la vacilación de la vil materia
con un arranque de sublime abnegación, se aproximó rápido al moribundo
abanderado; lo tomó por debajo de los brazos; levántalo con fuerza
hercúlea y echándoselo a la espalda, echó a correr.
Se oyó en ese momento una voz estentórea que gritó en guaraní: “No maten a ese patas blancas”.
¡Enrique Flores, asistente de Dantas, había conmovido un corazón paraguayo!
Retirada
Los batallones iniciaron su retirada a la una del día llevando la
retaguardia el 1º del 3, orden inverso al del ataque. Este cuerpo se
sostuvo aún algún tiempo efectuando el retroceso gradualmente, por
compañías, de manera que se pudieron recoger todos los heridos que no
estaban al pie de la trinchera. El avance había impuesto al enemigo, y
su ofensiva se limitó a unos 40 pasos de su posición, después que se
alejaron completamente los asaltantes.
El comandante Flores, que tan brillantemente se había conducido en el
combate, salvó a las tropas argentinas de mayores estragos, guiándolas
en la retirada por el camino interior que iba a salir al primer boquete,
donde tuvo lugar el combate del día 16.
Previendo el rechazo del la 7ª brigada, el general Emilio Mitre había
ordenado la aproximación de las divisiones Conesa y Domínguez a las
inmediatas órdenes del jefe de Estado Mayor del 2º cuerpo, coronel D.
Pablo Díaz.
Las pérdidas fueron aquí también muy sensibles, teniendo siempre en vista el pequeño efectivo de las dos unidades de fuerza.
Tuvieron en muertos: un jefe, 5 oficiales y 75 soldados; y en heridos, 2 jefes, 2 oficiales y 155 soldados.
Si en algún combate se pudo hacer notar la influencia moral de la
ofensiva, fue en esta acción, en que un puñado de soldados llegó hasta
la inmediata proximidad de un ejército valiente, retirándose enseguida
sin ser perseguido; demostrando por otra parte cuan sangrientos son los
errores del entusiasmo y la falta de unidad en la dirección general de
una batalla que sin la preparación debida, se da en un terreno boscoso.
Aquellos tres días de combate costaron a los aliados 4.621 hombres,
perdiendo por su parte los paraguayos 2.500. Esta diferencia se explica
por las desventajas con que combatieron nuestras tropas, que casi
siempre fueron asaltantes; mientras que los paraguayos, resguardados en
sus posiciones y esparcidos por entre el bosque del Sauce, que sólo
ellos conocían, tuvieron de su lado todas las ventajas del terreno,
defendiéndolo como el avaro a quien van a arrebatar su tesoro.
Los generales paraguayos Díaz, Brúguez, coronel Aquino, comandantes
Jiménez, Roa, Luis y Francisco González, y mayores Viveros y Coronel,
sobresalieron por su gallarda comportación y merecieron distinciones muy
marcadas.
Estos días de gloria son más que suficientes para borrar los errores de
la intrepidez. ¡Qué importa lo demás! Si tenemos en nuestra historia,
grabada con caracteres indelebles, esa fecha: 18 de julio de 1866.
Fuente: Garmendia, José Ignacio – Recuerdos de la guerra del Paraguay – Buenos Aires.
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