Jacinto Batista es el símbolo de la toma de las islas, en 1982. A semanas de su retiro, recordó ese día en un diálogo con Clarín, en la base de la Armada de Puerto Belgrano. "Teníamos orden de no matar", dijo.
Lleva un gorro de lana, el rostro ennegrecido con pintura de combate y la actitud resuelta. El fusil le cuelga del hombro, asido con la mano derecha, mientras con el otro brazo ordena la fila de tres fornidos prisioneros ingleses, manos alzadas, rendidos. Jacinto Eliseo Batista es el protagonista de esa foto que dio la vuelta al mundo, transformándose en un símbolo de la toma de Puerto Argentino, aquel 2 de abril de 1982. Veinte años después, a punto de cumplir 52 y a menos de dos meses de pasar a retiro luego de 35 años en la Armada, el suboficial mayor Batista enciende su cuarto cigarrillo en la temprana y húmeda mañana de Punta Alta y asegura: "No tengo nostalgias de Malvinas. Fue una etapa en mi vida y en mi carrera. Hubo una orden y se cumplió. Para eso nos paga el Estado".
No todos los integrantes de la Agrupación de Comandos Anfibios que rindieron a los británicos sienten probablemente del mismo modo que este entrerriano de Colón, que asegura que no tendría interés en regresar a Malvinas como invitado o como turista. Aunque cabe creerle cuando afirma que "si el Estado me manda recuperarlas otra vez, allí estaría". Es que, como todo soldado de elite, Batista está hecho de una madera especial. Los comandos anfibios son al mismo tiempo buzos, paracaidistas, comandos y expertos en reconocimiento en agua y tierra. Aprenden a caminar dormidos, a exigirse, a soportarlo todo. Soldados formados para la guerra, son el reverso de tantos chicos que no eligieron Malvinas como destino, ni vivir una guerra ni morir en ella.
Quizá por eso Batista nunca tuvo miedo. Ni en el arranque, cuando embarcaron en Puerto Belgrano en la fragata "Santísima Trinidad", con rumbo desconocido, aunque ya todos sospechaban que iban a Malvinas a ejecutar una operación real.
“Recién en alta mar, para evitar filtraciones de información, nos dieron las directivas. Desembarcamos el 1ø de abril, poco después de las 21. Yo era el bote-guía, y de la línea de playa en adelante el explorador. Sólo teníamos un visor nocturno y lo llevaba yo, que iba 200 metros adelante.
"Estábamos convencidos de que los ingleses nos estaban esperando. Caminamos toda la noche. Los objetivos eran el cuartel de los Royal Marines y la casa del gobernador. Teníamos orden de no matar, porque probablemente el plan era tomar las islas y negociar la retirada.
"Nos separamos en dos grupos. Yo fui al cuartel, pero no había nadie porque los marines estaban afuera cubriendo objetivos. Allí izamos la Bandera argentina por primera vez. El grupo que fue a la casa del gobernador, en cambio, encontró una resistencia importante, se oían disparos en forma permanente.
"Ya había casi aclarado, y la resistencia seguía. El primer inglés que encontré era un francotirador con un fusil Mauser. Lo desarmé. Cuando nos reunimos en la casa la situación estaba casi dominada.
El único muerto en esa acción —el primero de la guerra— fue el capitán Pedro Giachino. "Cuando llegué ya estaba herido. Había entrado a la casa y al salir, le dio un soldado que disparaba desde una línea de árboles cercana. Le pregunté, ''qué te pasó, Pedrito'', y le toqué la cabeza. Estaba consciente, pero muy pálido; había perdido mucha sangre y se estaba muriendo."
Batista no recuerda en qué momento, en ese día frenético, el fotógrafo Rafael Wollman lo captó junto a sus prisioneros. Sabe, sí, que esa imagen es un retrato implacable del orgullo herido del viejo león imperial. "El 14 de junio andarían buscándome con la foto en la mano para sacarme con los brazos arriba", supone, sonriente.
Pero el cabo principal Batista ya no estaba en Puerto Argentino el día de la caída. Ese mismo 2 de abril los comandos volvieron al continente. Batista jamás regresó a las islas, aunque estuvo a punto de hacerlo, producido el desembarco británico, en una misión de infiltración que fue abortada con el Hércules carreteando en la pista.
“Los británicos no eran mejores que nosotros. Tuvieron, sí, más medios y apoyos. De los norteamericanos y los chilenos. Pero si la Argentina hubiese tenido la firme convicción de pelear...", dice Batista, y deja la frase por la mitad, como interrogante.
Y vuelve a que Malvinas fue una etapa, "obligación y premio" en su carrera, en la que alcanzó la máxima jerarquía y el mayor cargo al que podía aspirar, encargado de componente de la Infantería de Marina. A días del retiro, no oculta una decepción: para la ley dejará de ser veterano y de cobrar el suplemento de 350 pesos.
Para Batista empieza la "etapa personal" junto a su familia, que hace seis años, después de acompañarlo siempre en distintos destinos, echó anclas en Colón, ciudad natal de él y de su esposa, Elsa Marina Matei. También lo esperan allí sus tres hijas, Andrea (21), Nadia (17) y Bárbara (13).
De la vida militar va a extrañar dos silencios únicos. El que sigue a lanzarse en paracaídas, idéntico, asegura, al del "escape" del submarino, porque las máquinas se alejan tan rápido que sólo queda el hombre, la inmensidad, y ese silencio. De Malvinas, tendrá por siempre una convicción, que expresa, de verdad, sin nostalgias: "Son argentinas y alguna vez volverán a nuestro dominio".
Fuente: Guido Braslavsky, Clarín, 1º de abril de 2002, Buenos Aires, Argentina / www. malvinasonline.com.ar.
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