En lo mas recio de la batalla del Ituzaingó, tres formidables e infructuosas acometidas, traídas sobre los inconmovibles cuadros de los regimientos alemanes al servicio del Imperio, desmoralizaron a los jinetes republicanos.
Don Manuel Oribe, uno de los jefes que más se distinguieron en aquella lucha de bravos, estaba empeñado en romper el muro de bayonetas que tenía delante, y, para conseguirlo, trató de conducir una vez más la carga a sus diezmado escuadrones.
Pero su empeño resultó vano: perdido el nervio y desvanecida la confianza, los soldados se arremolinaban, sordos a las exitaciones de los oficiales, y sin ánimo de atacar y de combatir.
Entonces, Oribe, echó pie a tierra, y, arrancándose las charreteras las pisoteó, airado, mientras decía a sus soldados, que le contemplaban estuperfactos y confundidos:
- Eso es lo que ustedes merecen: Yo no he nacido para mandar cobardes.
Tras cuyas palabras montó de nuevo su brioso corcel, y, ciego, se lanzó, raudo como el viento, sobre las engreídas masas enemigas.
Las tremendas frases del jefe llamaron al alma de los soldados, que, desvanecido el momentáneo pánico, se ordenaron en un instante y, derrochando valor, fuertes y compactos como una gigantezca masa, quebraron cuanto se opuso a su empuje lanceando al enemigo, que fraccionado y disperso, huia a la desbanda, presa de invencible terror.
Fuente: Compilación de Anécdotas Militares, Subteniente Juan Carlos Cordoni, Bs. As. 1936.
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