Luego
de ser depuesto el general Manuel Oribe, Rosas ordena al ejército
entrerriano al mando del general Pascual Echagüe que se interne en el
Estado Oriental para enfrentar al general Fructuoso Rivera. Desde
mediados de octubre de 1839 sólo hubo entre ambos pequeñas
escaramuzas. Hasta principios de diciembre Echagüe estaba situado del
otro lado del río Santa Lucía, y Rivera de este lado. Pocos días
después el primero acampó en San Jorge y el segundo en Santa Lucía
Grande. Echagüe en sus partes a Rosas le comunicaba que había provocado
en vano a Rivera a una batalla, pero que éste la rehuía; y Rivera
alegaba por su parte que no le convenía atacar a Echagüe en las
posiciones que éste había escogido, porque la infantería de su
adversario era superior en número a la suya, fuera de que quería dar
tiempo a que el General Lavalle organizase sus elementos. Precisamente
en nombre de esta última circunstancia, que Rivera alegaba sincera o
especulativamente, Rosas le manifestó a Echagüe la necesidad que había
de resolver cuanto antes la contienda en el Estado Oriental. En vista
de esto Echagüe levantó su campamento, y el 29 de diciembre marchó sobre
Rivera, el cual se había atrincherado entre los arroyos de la Virgen y
de San José, en los campos de Cagancha.
Rivera
esperó a su enemigo con su línea tendida, en sus posiciones, colocando
en el centro diez piezas de gruesa artillería al mando del coronel
Pirán, y dos batallones de infantería al mando del coronel Lavandera; en
la derecha e izquierda toda su caballería al mando superior de los
generales Aguiar y Medina, e inmediato de los coroneles Nuñez y Flores, y
que con la reserva que mandaba el general Martínez componían un total
de unos cinco mil hombres. Echagüe avanzó con igual número de fuerzas,
aproximadamente, y en la misma formación de Rivera, con la diferencia de
que escalonó su caballería de las alas derecha e izquierda, mandadas,
la primera por el general Urquiza, y la última por el general Lavalleja,
y colocando 4 piezas de artillería al mando del coronel Thorne, en
medio de los batallones Rincón y Entrerriano, en el centro y a las
órdenes del general Garzón.
El ala
derecha de Echagüe fue la primera que se lanzó al combate; y lo verificó
con tanta rapidez que, según lo afirma el coronel Pirán en una carta en
la que da cuenta detallada de la batalla de Cagancha, “la vanguardia de
Rivera tuvo que replegarse al galope atrás de su ala izquierda”. El
coronel Núñez pudo rehacerse en parte y aun contener las cargas que le
llevó Urquiza; pero los federales consiguieron al fin flanquear por la
izquierda al ejército oriental, y se introdujeron en la retaguardia de
éste, dispersándole toda esa parte de la línea, y causándole gran número
de bajas. El mismo descalabro se produjo en la derecha de Rivera. “El
costado izquierdo del enemigo –dice el coronel Pirán en la referida
carta- se precipitó poco después, pero no encontró resistencia, y trajo
su carga hasta nuestra retaguardia, pues una de las causas de no
encontrarla fue que nuestra reserva, compuesta de más de 600 hombres,
disparó con el más miserable amago”.
En estas
circunstancias avanzaron Garzón con su infantería y Thorne con sus
cuatro piezas de cañón hasta colocarse a unas cien varas frente al
costado izquierdo del centro de Rivera, desde donde empeñaron el
verdadero combate con la artillería e infantería de este último. Era
indudable que la victoria pertenecía en este momento a Echagüe, pues que
sus alas izquierda y derecha estaban victoriosas en efecto, y a
retaguardia de la línea enemiga en dispersión. Para asegurarla
completamente no había sino arrojar una fuerte columna de caballería
sobre la retaguardia de la artillería e infantería de Rivera que sufrían
en esos momentos los fuegos de mosquetería y de cañón de Garzón y de
Thorne.
El momento
era decisivo, y el recurso era tan ventajoso que iba a dar la victoria
al primero que lo usara. “Hubo un espacio de tiempo –dice el coronel
Pirán- que la distancia que mediaba de la artillería al parque, eras un
enredo de jefes, oficiales, tropa y mujeres que se abrigaban en aquel
recinto”. Pero Echagüe cometió el error de comprometer todas sus
fuerzas desde los primeros momentos de la batalla; y cuando le fue
menester esa fuerte columna de caballería, ésta se encontraba
fraccionada y a larga distancia, persiguiendo la caballería de
Rivera. Este pudo reunir una columna como de mil quinientos hombres; y
como su artillería e infantería se conservaban en sus trincheras, a
Echagüe no le fue posible restablecer el éxito de la batalla, y se vio
obligado a ponerse fuera de tiro de su adversario, acampando como a
legua y media del lugar de la batalla. Rivera quedó dueño del campo,
pero con su ejército destruido, pues Echagüe le hizo como mil quinientas
bajas debido a la dispersión y a la persecución bien dirigida de
Urquiza, Lavalleja y Gómez; y le tomó todo el parque y como quince mil
caballos. No era, pues, de extrañar que no le molestara a Echagüe. A
la mañana siguiente este último empezó a reunir sus dispersos, y
mientras que Rivera se dirigía a Santa Lucía, él emprendió su retirada
al Uruguay, pasando a Entre Ríos a pesar de los buques de la escuadra
francesa que quisieron impedirlo.
La batalla
de Cagancha fue festejada, sin embargo, en Corrientes y en el Estado
Oriental como un triunfo de Rivera, y éste quiso aprovechar de las
facilidades que le proporcionaba la retirada de Echagüe para hacerse el
árbitro en los negocios de la guerra contra el gobierno argentino,
extendiendo su preponderancia al litoral y muy principalmente a
Corrientes con cuyo gobierno había abierto negociaciones al respecto, y
donde campeaba la influencia del general Lavalle. Las circunstancias y
los hechos producidos de mancomún con sus aliados, favorecían su
intriga. Desde luego Rivera ofrecía aplicar a los objetos de la guerra
los recursos y el apoyo que los franceses se obligaron a suministrar por
el tratado Berón de Astrada, y que habían suministrado en efecto, con
más los que él podía proporcionarse del Estado Oriental que estaba
sometido a su imperio. La “Comisión Argentina” de Montevideo era, por
otra parte, la que había trabajado esa alianza con Corrientes sobre la
base de que Rivera dirigiera en jefe la guerra. Y el general Lavalle,
siguiendo los consejos de sus amigos que fueron a buscarlo a su retiro
de Mercedes, había entrado en un todo en este plan y le había escrito a
Rivera poniéndose a sus órdenes con las fuerzas que reunió en Martín
García. Ni el gobernador Ferré podía negarse en justicia a la
ratificación del tratado Berón de Astrada, que solicitaba Rivera para
unir sus recursos a los que estaban comprometidos en Corrientes, ni la
“Comisión Argentina”, ni el general Lavalle podían tampoco oponer una
razón seria a las pretensiones de Rivera que ellos mismos habían
fomentado, quizá con la idea de reducirlas después a cortos límites,
pero sin pensar que Rivera había de sacrificarlo todo a su antigua
aspiración de tener bajo su imperio todo el litoral, como lo sacrificó
en efecto, desbaratando los cuantiosos recursos militares que se
pusieron en sus manos.
Fuente: Saldías, Adolfo – Historia de la Confederación Argentina – Ed. El Ateneo – Buenos Aires (1951).
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