El día 9 de octubre de 1841 se produce el asesinato del General Juan
Galo de Lavalle. Uno de los forjadores de la libertad Argentina. Fue un
guerrero de un valor y decisión sin límites y un gran líder de hombres
de coraje. Peleó en la Guerra de la Independencia y en la Guerra del
Brasil. Como soldado partidario del orden también combatió contra el
dictador Juan M. Rosas, perdiendo y ganado combates. Estando alojado en
la ciudad de Jujuy, fue muerto por una partida que lo perseguía en su
huída hacia Bolivia.
El general Lavalle protagonizó muchas anécdotas. Una de ellas fue la
legendaria carga al frente de su batallón al grito de “a degüello”, que
lo hizo merecedor de ser llamado “el león de Riobamba”. Sin embargo, el
incidente con Bolívar sirvió para pintarlo con mayor precisión.
Participaba con otros jefes de una reunión del Estado Mayor de las
fuerzas combinadas, escuchando frente a un mapa las indicaciones que
impartía el militar colombiano. Lavalle lo interrumpió con algunas
observaciones discrepantes y el mariscal, en la plenitud de su poder y
gloria, le contestó en tono irritado: “Teniente coronel, por
impertinencias menores he mandado fusilar a generales”. Lavalle no se
arredró y apoyó la mano sobre el pomo de su arma para contestarle con
calma imperturbable:
- Señor, los generales que fusilasteis no empuñaban este sable.
El día 9 de octubre de 1841 se produce el asesinato del General Juan
Galo de Lavalle. Uno de los forjadores de la libertad argentina. Fue un
guerrero de un valor y decisión sin límites y un gran líder de hombres
de coraje. Peleó en la Guerra de la Independencia y en la Guerra del
Brasil. Como soldado partidario del orden también combatió contra el
dictador Juan M. Rosas, perdiendo y ganado combates. Estando alojado en
la ciudad de Jujuy, fue muerto por una partida que lo perseguía en su
huída hacia Bolivia.
Después de la derrota sufrida en Famaillá el 19 de septiembre de 1841,
el General don Juan Lavalle mandó ensillar, y con los 200 hombres que le
quedaban se retiró hacia Jujuy. Al llegar a Salta conoció a Damasita
Boedo, hermana del Coronel Boedo, una hermosa joven rubia, de ojos
azules, que no llegaba a los 25 años de edad, y, enamorado de ella, se
la llevó en su retirada. En la madrugada del 7 de octubre hizo alto
sobre el río Sauce, desde donde destacó al Comandante don Pedro Lacasa
hacia Jujuy, llegando él ese mismo día por la noche. En Jujuy encontró
que las autoridades habían fugado hacia la quebrada de Humahuaca,
dejando acéfalo el gobierno. A las 02.00 horas del día 8, el General
Lavalle hizo acampar a sus tropas en unos potreros de alfalfa en los
suburbios de la ciudad, en el lugar llamado La Tablada. El general llegó
enfermo, después de una marcha de dieciocho leguas en quince horas al
tranco, los disgustos del día y el abatimiento que se había apoderado de
su espíritu al ver derrumbarse todas las posibilidades de seguir la
lucha. Ocupó una casa en la ciudad en la que había estado alojado el
doctor don Elías Bedoya, en calidad de enviado del general la noche del 8
de octubre, con su secretario don Félix Frías, el Teniente don
Celedonio Álvarez con ocho hombres de su escolta y su ayudante Lacasa,
que era ese día el edecán de servicio; por supuesto que también iba
Damasita con el general. En medio del profundo silencio de la noche
comenzó a despuntar el alba del sábado 9 de octubre de 1841. En la
madrugada trágica, una partida federal con unos 30 hombres, al mando del
Teniente Coronel Fortunato Blanco, llegó al paso de sus cabalgaduras
cerca de la casa donde se alojaba Lavalle. Al ruido, salió Damasita, e
interrogada por el paradero de Lavalle, contestó que, efectivamente,
habíase alojado allí, mas que, en ese momento, se encontraba en el campo
de La Tablada. Cerróse la puerta de calle enseguida; Lacasa, que se
hallaba durmiendo en la habitación de enfrente, a la derecha, en
compañía de Félix Frías, se despertó y prestamente salió al zaguán, y
por la puerta que no se había cerrado todavía alcanzó a divisar una
partida de federales. Rápidamente dio la voz de:
-¡A las armas!
Las huestes enemigas parecían completamente desorientadas y no
aprovecharon la circunstancia favorable de hallarse abierta la puerta de
calle. Ignoraban, por otra parte, que en ella se encontraba el General
Lavalle. Lacasa hizo poner de pie a los soldados que se encontraban en
el patio y corriendo al fondo de la casa se dirigió al general para
pedirle órdenes. No era Lavalle un hombre de intimidarse lo más mínimo
por este suceso, y antes de tomar medidas, inquirió:
¿Qué clase de enemigos son?
-Son paisanos- respondió Lacasa.
-¿Como cuántos?
-Veinte o treinta.
-No hay cuidado entonces; vaya usted, cierre la puerta y mande ensillar, que ahora nos hemos de abrir paso.
La puerta de calle fue cerrada con precipitación, lo que produjo aun
mayor recelo en la fuerza enemiga, que viendo en ello una señal de
resistencia, decidió echarla abajo por algún procedimiento. Lavalle
salió al segundo patio cubierto con una bufanda de vicuña, dado lo
temprano de la hora y estado de salud. De valor personal, temerario y de
acuerdo a su costumbre, no es extraño que se presentara en el momento
de peligro sin ceñir su espada. El acero que lo acompañó en las guerras
de la Independencia lo extravió su asistente en la batalla de Famaillá,
por lo cual su secretario le obsequió una espada que fue la que le
acompañó hasta su muerte. Quería disponerlo todo por sí mismo con su
arrojo y su intrepidez ante el peligro. Pero ahora no se trataba de
combatir con 97 granaderos contra 500 soldados enemigos, como en Río
Bamba, o 100 contra 300, como en Pasco; ahora era una escaramuza, una
especie de búsqueda policial inquiriendo de qué se trataba. Al llegar a
la siguiente puerta, que estaba cerrada, el general observó la partida
por el ojo de la cerradura; en ese momento sonó un balazo..., luego dos
más, tirados contra la fuerte y tosca puerta de cedro que guardaba la
entrada principal de la casa. Este fuego sin dirección, hecho por la
patrulla federal contra la casa, tuvo una virtud que ellos no soñaron.
Una de las balas penetró por la cerradura e hirió mortalmente al General
Lavalle, quien se dobló hacia adelante. La bala, que luego conservaría
el General don Bartolomé Mitre como una reliquia, se alojó en su
garganta. La herida era mortal. El general cayó cerca del zaguán. Su
sangre, que manaba en abundancia, empapó su bufanda de vicuña. El autor
de su muerte era un mulato llamado José Bracho, quien luego habría de
conocerse entre algunos federales como el "héroe de la cerradura".
Lacasa, que había precedido a su jefe penetrando en la habitación, salió
precipitadamente y encontró a Lavalle en el suelo en los estertores de
la agonía.
Luego quedó inmóvil, con los ojos abiertos hacia la puerta del zaguán
que habría de ser famosa, y por donde su arrojo había pensado buscar la
libertad en una arremetida audaz. Nada podía ser más inesperado que el
trágico fin del jefe que los había llevado a tantas batallas. Algunos
corrieron a incorporarse al grueso de las fuerzas que no lejos de allí
estaban al mando de Pedernera, quien desde aquel momento tuvo que asumir
el mando de las huestes, cada vez más diezmadas. Estando en los
preparativos para continuar la retirada, con el cadáver del general, se
presentó Damasita al General don Juan Esteban Pedernera, quien al verla
le dijo:
-Mire usted, Damasita: el general ya ha muerto; me parece por lo mismo
que su presencia aquí ya no tiene objeto. Seguramente que usted desear
volver al seno de su familia, y si esto es así, le haré dar todos los
recursos necesarios para que usted regrese a su casa.
Pero ella, que era de un alma entera, replicó con admirable entereza:
-Señor general: cuando una joven de mi clase pierde una vez su honra, no
puede volver jamás a su país. Prepáreme usted una mula para seguir yo
también adelante, y vivir y morir como Dios me ayude.
En casa del General don Juan Gregorio de Las Heras, a los pocos días de
la muerte del General Lavalle, se hallaban reunidos el General Deheza,
el Coronel de la Plaza y el General Don Mariano Necochea. Al tener
conocimiento de la tragedia, el último dijo:
-¡Pobre Juan! Los malos ejemplos de don Simón le habían trastornado la cabeza.
-El terreno estaba bien preparado- agregó otro de los presentes.
El cadáver permaneció bastante tiempo tirado en el suelo hasta que el
General Pedernera dispuso que fuese levantado. Así cayó el bravo General
don Juan Galo de Lavalle, el héroe de Río Bamba, el magnífico soldado
de Nazca, el rey de los arenales de Moquehuá. Su cuerpo inanimado fue
colocado en su hermoso tordillo y la caravana triste y silenciosa
comenzó su santa peregrinación hacia la catedral de Potosí, tras el jefe
muerto, puesto a la vanguardia para evitar que cayese en poder de las
fuerzas de Oribe, que lo ansiaban tenazmente para llevar su cabeza a
Rosas. A veinticuatro leguas de Jujuy, como la descomposición del
cadáver del general dificultaba la marcha, dispusieron descarnarlo, y el
Coronel don Alejandro Danel practicó esta penosa operación. Con el
propósito de disecar mejor los huesos, fueron tendidos al sol sobre el
techo de un rancho. Inesperadamente un cóndor descendió vertiginosamente
de las nubes y apoderándose del cúbito del brazo derecho de Lavalle,
remontó a las alturas. Aquel cóndor, expresión de gallardía y fiereza de
esos inmensos dominios solitarios y agrestes de la montaña y el
espacio, tal vez quiso levantar en alto llevando y mostrando como trofeo
el hercúleo brazo sableador del ínclito Granadero de San Martín. La
caravana hizo 163 leguas. El 22 de octubre de 1841, a las 21:00, llegó a
Potosí siendo recibida por el Presidente de Bolivia, quien dispuso que
los restos del General Lavalle fueran depositados en la Catedral.
Damasita Boedo marchó con la caravana a Bolivia; llegó a Chuquisaca, y
allí volviéronse locos los coyas más engreídos y retobados de amor por
ella, y, conocedores de la aventura de que había sido objeto y por quien
ahora peregrinaba sola en el extranjero, pretendieron reemplazar a
Lavalle en la posesión de tan peregrina beldad. Pero no pudieron. La
joven no había nacido para los coyas. Un chileno cargó al fin con ella.
Era Billinghurst, ministro plenipotenciario de Chile. Bajo su amparo
pasó a Chile, donde vivió con el lujo y la holgura que le prodigaba su
generoso amante; y lo que fue más tachable en ella es que regresó a
Salta, punto de la tierra donde tan bizarramente había protestado ante
el cuerpo del General Lavalle no volver jamás por culpa del muerto y
causa de su deshonra. Pero abandonó su juvenil rubor, volvió a la tierra
de los suyos, que había hecho votos de no volver; deslumbró e incitó la
envidia por sus trajes riquísimos y sus chales de seda con que se paseó
por las calles, se zarandeó por paseos y se arrodilló en los templos,
resplandeciendo todavía al lado de sus sedas y sus joya su amabilísima
hermosura. Volvió a Chile, donde murió.
En 1858, los restos del General Lavalle fueron trasladados a la Capital,
y actualmente descansan en el cementerio de la Recoleta, en Buenos
Aires, y el epitafio de su tumba encierra el postrer y eterno homenaje
del pueblo argentino:
"Granadero: vela su sueño y si despierta dile que su Patria lo admira."
Fuentes: Josué Igarzabal / Capitán Rubio Larreta.
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