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ANIVERSARIO DEL INICIO DEL CRUCE DE LOS ANDES
El
día 18 de enero de 1817 comienza el paso de la Cordillera de los Andes.
El Ejército de los Andes, al mando del General José de San Martín,
empieza el cruce de la Cordillera. Al día siguiente Sale de la ciudad de
Mendoza la columna que encabeza el Coronel Juan Gregorio de las Heras,
para franquear la Cordillera de los Andes por el paso de Uspallata.
“En
veinticuatro días hemos hecho la campaña, pasamos las cordilleras más
elevadas del globo, concluimos con los tiranos y dimos la libertad a
Chile..."
Palabras del general San Martín en el parte detallado
de la batalla de Chacabuco. Santiago de Chile, febrero 22 de 1817. Para
la inmensa mayoría de los que estudian y enseñan la historia patria, el
paso de los Andes es un hecho de gran realce, una empresa difícil,
penosa y peligrosa, pero están muy lejos de imaginar lo arduo y
sobrehumano que fue aquel cruce, único en los anales de la historia
argentina y universal. Si exceptuamos a los cuyanos que contemplan, día
tras día, ese imponente muro de proporciones gigantescas, y oyen a la
continua las infinitas peripecias y mortales accidentes que allí tienen
lugar, bien pocos han de ser los argentinos que tengan una idea, ni
siquiera aproximada de lo que debió costar a San Martín cruzar la
Cordillera. El viaje actual, ya sea en tren, ya sea en rápido automóvil u
ómnibus de pasajeros, y ni hablar en avión, sólo muy ligeramente
capacita para que pueda uno formarse alguna idea de lo que, otrora,
significó cruzar aquel compacto aglomerado de gigantescos montes.. Para
comprenderlo, con mayor aproximación a la realidad histórica, es
menester eliminar, mentalmente, la amplia carretera que hoy existe; es
menester suprimir la mayoría de los puentes, y es menester prescindir
del túnel, de que se valen, así los trenes como los autos, para acortar
distancias y evitar terribles ascensos y descensos. En 1817 nada de eso
había. La carretera no era tal; sólo era un camino, de treinta a
cincuenta centímetros de anchura, desigual y pedregoso, camino de mulas
en el que había que viajar con la lentitud propia de estos animales,
dado lo cual, el cruce demandó de 20 días para las tropas de la patria.
Es posible que algún estudioso, al referirse al paso de los Andes no
peque de esa estrechez mental, ni de esa visual miope, pero la inmensa
mayoría de quienes no hayan pasado la Cordillera o, a lo menos no se
hayan internado en ella hasta Uspallata, por ejemplo, o hasta un punto
análogo, forzosamente han debido formarse, y se forman, una idea harto
inadecuada de lo que fue la hazaña sanmartiniana. El coronel Leopoldo R.
Ornstein ha escrito, con sobrado fundamento, que “algunos tratadistas
han establecido un parangón entre el paso de los Andes con el de los
Alpes por Aníbal, primeramente, y por Napoleón después. La similitud es
muy relativa, por cuanto difieren en forma muy pronunciada las
dimensiones y características geográficas del teatro de operaciones,
como también los medios y recursos como fueron superadas en cada caso
ambas cadenas orográficas. Esas diferencias son, precisamente, las que
presentan la hazaña de San Martín como algo único en su género. En
efecto: Aníbal cruzó los Alpes por caminos que ya en esa época eran muy
transitados, por ser vías obligadas de intercambio comercial. Y aunque
no puede afirmarse que su transitabilidad fuese fácil, tampoco debe
considerarse que pudiera presentar grandes dificultades, puesto que el
general cartaginés pudo llevar consigo elefantes, carros de combates y
sus largas columnas de abastecimiento. San Martín atravesó los Andes por
empinadas y tortuosas huellas, por senderos de cornisa que sólo
permitían la marcha en fila india, imposibilitado materialmente de
llevar vehículos y debiendo conducir a lomo de mula su artillería,
municiones y víveres, aparte de haber tenido que recurrir a rústicos
cabrestantes e improvisados trineos para salvar las más abruptas
pendientes con sus cañones. Habría podido Aníbal franquear las cinco
cordilleras de la ruta de Los Patos, escalando, con elefantes y
vehículos, los 5.000 metros del Paso Espinacito?
Relatos vagos, imprecisos y descoloridos
Fuera
de Espejo, Mitre, Bertiling, Ornstein y alguno que otro historiador de
nota, son harto vagas, imprecisas y descoloridas las frases que los
escritores en general consagran a la descripción y apreciación del paso
de los Andes. Nada digamos de los pintores o dibujantes, inspirados sin
duda en los relatos que, por lo común, se encuentran en los libros de
texto y en algunos otros de mayores ínfulas. Son sin duda bellos y
expresivos los óleos de Scott, de Blanes, Subercasseaux, de Ballerini,
de Martín Oneto, etc., en los que San Martín monta brioso corcel, y otro
tanto hacen no pocos de sus generales y edecanes, y creeríase al
contemplar esas descripciones pictóricas, que fuera tan fácil galopar de
Mendoza a Santiago de Chile, como de Córdoba a Ascochinga, o desde
Tandil a Dorrego, pero todos esos óleos no responden a la verdad
histórica, sino a la poetización de la misma. Tal vez sea el cuadro de
Waldemar Carlsen (1861), que conocemos por una litografía de Claisseaux,
y de la que hay ejemplares en el Museo Histórico Nacional, el que más
se acerca a la verdad histórica, aunque no sin incurrir en
inexactitudes.
Caminos que no eran caminos
Todos los pintores
mencionados, con excepción tal vez de Carlsen, suponen que San Martín y
sus soldados pudieron cruzar, ya a trote, ya a galope, el trayecto
cordillerano, entre Mendoza y Santiago de Chile, siendo así que, ni aun
hoy día, es posible ese trotar o galopar, si no es en secciones muy
reducidas y tan poco aptas que pueden considerarse nulas. El caballo no
podía ir sino a paso de mula, y si San Martín llevó 1.600 caballos, de
los que sólo 511 llegaron con vida a Chacabuco, era exclusivamente para
la batalla o batallas que forzosamente había de librar con el enemigo,
al llegar a Chile. Aún en la cuesta de Chacabuco, la caballada no pudo
accionar, cual quería San Martín, a causa de lo montañoso de la región.
La tracción a carreta, o en carretón, fue absolutamente imposible,
aunque en los caminos llanos y amplios, que son los menos, se utilizaron
zorras tiradas por bueyes o caballos, en las que se transportaban los
diez y ocho cañones, los dos anclotes, las cabrias y parte de los
equipajes. Recordemos que sólo las mulas mansas eran adecuadas para el
cruce de la Cordillera. Ya en Plumerillo había ordenado San Martín que
las mulas, que habían de servir en la travesía, fueran amansadas, de
suerte que no produjeran incidentes, con detrimento de la tropa. Aún
así, acaeció que algunas motivaran la pérdida de no pocos equipos del
ejército. Los pintores, que han consignado en sus lienzos, escenas del
cruce de la Cordillera, suponen que las mulas iban con la carga sobre la
línea y ampliamente extendida a los dos lados; pero no era así, ya que
casi toda la carga, que podían llevar esos híbridos, había de estar
colocada sobre el animal, no a los lados. Era absolutamente imposible
que dicha carga se proyectara más allá de los veinte o treinta
centímetros por lado. El cargar con acierto a las mulas fue una de las
maniobras más delicadas, ya que en todo camino-cornisa tenían las mulas
que ir casi apegadas al talud, que surgía a uno de los costados del
mismo, y cualquier golpe de la carga contra aquel, causaba la caída del
animal al abismo, abierto siempre al otro costado. Hoy, como otrora, los
caminos tipo cornisa constituyen el 60 % de la ruta trasandina, a lo
menos en territorio argentino, pero si hoy esos caminos tienen una
amplitud de tres y aun de cuatro metros, en 1817 su anchura apenas
llegaba, en los pasos mejores, a un metro, lo que imposibilitaba no sólo
el paso de todo vehículo, sino que hacía peligroso el tránsito de los
animales cargados, aun de las mulas y vacas, cuanto más el de caballos,
aunque fueran mansos.
Testimonios de viajeros
A mediados del
siglo XVII escribía Diego de Rosales que el camino del Aconcagua es el
más usado, pero de subidas altísimas y laderas donde apenas cabe el pie
de la cabalgadura, y en discrepando un poco, cae en horribles
profundidades y ríos arrebatados y de grandes piedras. Un siglo más
tarde, a mediados del XVIII, escribía Pedro Lozano que para cruzar la
Cordillera sólo hay una senda en que apenas caben los pies de una mula, a
cuyos lados se ven, de una parte, profundísimos precipicios, cuyo
término es un río rapidísimo y, de la otra, peñas tajadas y empinados
riscos, en donde si tropieza la cabalgadura, cae volteando, despeñada
hasta el río. En partes del sendero no se puede uno fiar de los pies de
la bestia, ni aún apenas se camina seguro en los propios, por ser las
laderas tan derechas y resbaladizas, que pone grima el pisar en ellas.
Roberto Proctor, que cruzó la Cordillera en 1823, seis años después que
San Martín había hecho arreglar los caminos y aun abrir algunos nuevos,
según él nos informa, refiere cómo en algunos puntos y por espacio de
algunas yardas la senda no tenía más de treinta y ocho o cuarenta y
cinco centímetros de ancho. Mayer Arnold, que cruzó la Cordillera años
más tarde, se refiere a las cortaderas o pasos con senda tortuosa de un
metro más o menos de ancho, sobre la falda de un monte de greda y ripio.
Si San Martín ordenó arreglar los caminos, como escribe Proctor,
suponemos que ese arreglo se reduciría a hacer desaparecer el ripio,
barriéndolo hacia el abismo, que siempre sigue a los caminos-cornisa, no
sólo molesto para el tránsito de los hombres y de las bestias, pero
hasta peligroso para éstas y para aquéllos. Otro tanto debieron de hacer
en los lechos guijarrosos de ríos secos y en los pocos caminos del
valle o en plano bajo, ya que todos estos son inmensos pedregales, que
si no impiden, ciertamente obstaculizan el tránsito.
"El recodo de la muerte"
Aún
hoy día se recuerda a los turistas el punto denominado otrora “el
recodo de la muerte”, por las desgracias frecuentísimas que tenían lugar
en esa curva. En 1825 la cruzó el capitán F. Bond Head y se hizo eco de
la tradición de cómo la arriada de mulas pasaba con temor y temblor por
aquel punto: “cuando doblaron por la senda torcida, los colores
diferentes de los animales, los diferentes colores del equipaje que
conducían, con la ropa pintoresca de los peones que vociferaban el
extraño canto con que arrean las mulas, y la vista del peligroso paso
que debían trasponer, formaban en conjunto un espectáculo
interesantísimo. “Así que la mula delantera llegó al comienzo del paso,
se paró, resistiéndose claramente a seguir, y es natural que todas las
demás se detuvieran también. “Era la mula más linda que teníamos y, por
eso, se la había cargado con doble peso que a las otras; su carga nunca
había sido aliviada y se componía de cuatro maletas, dos que me
pertenecían a mí y contenían no solamente una pesadísima talega de
duros, sino también papeles de tal importancia que difícilmente podría
yo continuar el viaje sin ellos. Los peones luego redoblaron los gritos e
inclinándose al costado de la mula recogían piedras que tiraban a la
mula delantera. Con la nariz en el suelo, literalmente olfateando el
camino, marchaban despacio, cambiando a menudo la posición de sus patas,
si encontraban flojo el terreno, hasta llegar a la parte peor del paso,
donde se volvió a parar, y entonces empecé a mirar con grande ansiedad
mis maletas; pero los peones le volvieron a tirar pedradas y ella siguió
la senda y llegó con felicidad adonde yo estaba; varias otras
siguieron. “Por fin, la mulita portadora de una maleta con dos grandes
bolsas de víveres y muchas otras cosas, al pasar el mal punto, golpeó la
carga con la roca, con lo que las patas traseras cayeron al precipicio,
y las piedras sueltas inmediatamente comenzaron a desmoronarse a su
contacto; sin embargo, la delantera se afirmó aún en el estrecho
sendero, donde no tenía sitio para su cabeza, pero colocó el hocico en
la senda, a la izquierda y parecía sostenerse con la boca; su peligroso
destino se decidió pronto por una mulita suelta que se acercó y, como
venían detrás, golpeó el hocico de su camarada, desplazándola; le hizo
perder el equilibrio y, patas arriba, la pobre criatura instantáneamente
empezó una caída realmente terrorífica. Con todo el equipaje,
fuertemente amarrado, se precipitó por la pendiente escarpada, hasta
llegar a una parte completamente perpendicular, y entonces pareció
rebotar y, dando vueltas en el aire, cayó de lomo y sobre la carga en el
torrente profundo. Al momento desapareció.” Tales eran los caminos que,
por espacio de más de veinte días, tuvieron que recorrer los soldados
del más glorioso de nuestros ejércitos. Nada extraño es, pues, que las
bajas de vacunos y caballares, y aun de mulas, fuera considerable. Lo
extraño es que no hubiese sido inmensamente más grande. Si se prescinde
de los medios mecanizados, sería, aun hoy día, una empresa nada fácil
para un ejército, cruzar la Cordillera, por el paso de Uspallata o por
el paso de los Patos.
Pasos que apenas dejaban pasar
Y notemos
aquí, antes de proseguir adelante, que la voz “pasos” es muy inexacta.
No hay pasos en la Cordillera, si por pasos se entienden callejones o
desfiladeros más o menos planos entre montes. Existen sí desfiladeros,
pero no es dado transitar por ellos, esto es, no en el fondo sobre suelo
firme y seguro, sino en las alturas y por caminos abiertos a pico,
entre los cien y los quinientos metros de altura sobre el fondo de las
cortaduras o lecho de los ríos. Tanto si se va por Uspallata, como por
los Patos, que son los caminos más viables, y fueron los elegidos por
San Martín, sólo hay como un décimo del trayecto, donde se va en las
bajuras y no en las alturas. Llevar un ejército de 5.423 hombres, con
9.280 mulas, 1.500 caballos y 16 piezas de artillería, además de
sobrestantes, anclotes, vituallas, forraje y municiones, por tales
sendas y con todas las dificultades causadas por la estrechez e
inseguridad de las mismas, a las que hay que añadir la falta de agua, en
unas ocasiones, el exceso de agua en otras, los intensísimos fríos de
noche, y aún en pleno día, el mal de montaña o soroche, la falta de
pastos para el ganado y de leña para hacer fuego y para disponer el
rancho, etc., etc., y todo esto, no por espacio de uno o dos días, sino
por espacio de unos veinte días, es algo superior a toda ponderación. Es
una hazaña que raya en la esfera de lo impracticable, de lo imposible.
Es el ya citado Lozano que había cruzado la cordillera a mediados del
siglo XVIII, quien pudo decir con toda verdad que “La inmensa altura de
estos disformes montes parece competir con el cielo. Ni Pirineos, ni
Alpes, ni otros de los más elevados montes, que sabemos, pueden correr
pareja con ellos y quedaría vanaglorioso el Olimpo tan celebrado, de
merecer le admitiesen por competidor.
La falta de agua y de leña
Y
Rosales, a quien también ya hemos citado, está en lo cierto al
describir la Cordillera como “una muralla de soberbios montes
amontonándose unos sobre otros, de tal arte, que el primero sirve de
escala o de grada para el segundo, hasta subir a tan grande altura que
sobrepuja con mucho las nubes... y son en su comparación niños o pigmeos
los Alpes, los Pirineos y Apeninos de Italia y otros gigantes de
soberbia grandeza”.
Pero nada arredró a San Martín. Nada de eso
le arredró, pero todo esto le conturbó. El mismo lo escribía así a Tomás
Guido, en carta del 14 de junio de 1816: “lo que no me deja dormir es,
no la oposición que puedan hacerme los enemigos, sino el atravesar estos
inmensos montes”. Como el camino, así por Uspallata como por los Patos,
supone el cruzar cuatro cordilleras, son otros tantos los empinados
ascensos y otros tantos los precipitados descensos, casi siempre por
rutas, hoy discretamente anchos, pero otrora, inconcebiblemente
estrechos, por las que tiene que andar el viajero. Pero no era el
camino, aunque tan abrupto y rebelde, tan traidor y falso, la única
dificultad que hubo que vencer el gran soldado de la Patria. Estaba
también la falta de agua. Singular paradoja: abunda el agua en la
Cordillera, y es precisamente costeando ríos de buen caudal y de
excelente calidad, que se hallan los caminos, y, no obstante, no hay
agua, o sólo la hay en contados puntos. Es que en la Cordillera, sobre
todo del lado argentino tiene lugar el tormento de Tántalo: estar al
lado, a pocos metros, de abundante agua y no poder beberla. La razón es
muy sencilla: entre la senda que lleva el viajante y el río, hay 100,
200, 500 o más metros de montaña tan perpendicular que no hay cómo
bajar, y en caso de bajar, no hay cómo subir otra vez. Si no es en algún
que otro punto, donde el río y camino se encuentran a igual o casi
igual nivel, no hay que pensar en utilizar el agua del río Mendoza, si
se hace el viaje por Uspallata, o el agua del Río de los Patos, si se
toma la otra ruta principal. San Martín conocía esta realidad y por eso
reguló las jornadas según hubiese, o no, posibilidad de agua. He aquí
algunas líneas del itinerario a seguir, por el grueso del Ejército: “1ª
jornada... con monte y agua a una legua, antes de la parada; 2ª
jornada... sin agua alguna; 3ª jornada... con agua dos leguas antes, en
el carrizal; 4ª jornada... sin agua en toda la tirada; 5ª jornada...
poca agua; 6ª jornada... sin agua; 7ª jornada... sin agua toda [la
jornada]; 8ª jornada... con agua, etc.” Haciendo la travesía por
jornadas, según los sitios donde había agua para saciar la sed de más de
5.000 hombres y de más de 10.000 bestias, quedaba eliminada una de las
dificultades más grandes.
No hay agua, sino en contadas
ocasiones, pero no hubo entonces, ni hay al presente, pasto alguno
adecuado para las bestias ni leña alguna para los fogones, fuera del
valle de Uspallata y del Valle Hermoso, en los que el ejército podía
estar acampando durante algunos días. En todos los restantes nada podría
hallarse a uno y otro fin, ya que el clima desértico de la Cordillera
hace que ésta sólo ofrezca rocas desnudas de toda vegetación y valles
cubiertos de inmensos pedregales. En la aridez de las laderas sólo se
ve, de vez en cuando, unos arbustos espinosos y retorcidos,
entremezclados con pastos duros que hasta los 4,000 metros constituyen
el tapiz vegetal como estepa arbustiva. A excepción del valle del
Uspallata y del Valle Hermoso, no había que pensar en hallar forraje
para los animales, si bien en algunos puntos existía y existe el pasto
puna, gramínea tan dura como poco digerible.
Había que llevar todo el forraje
Fue,
pues, necesario llevar a lomo de mula, todo el necesario forraje para
alimentar a 10.000 bestias, durante unos veinte días. Desgraciadamente
no se llevó el suficiente, puesto que no pocas mulas, que eran sin duda,
las peor alimentadas, desfallecieron de puro flacas. Así lo manifestó
el mismo Beltrán, a cuyo cargo corría el acarreo de la artillería:
“Estoy sin mulas, porque con el trabajo se caen de flacas.” Otro
producto de primera necesidad, del que se debió llevar la necesaria
cantidad fue la leña, así para hacer fuego y disponer el rancho para más
de cinco mil hombres, como para ahuyentar el intenso frío de las
noches, aunque en esto segundo hubo poco gasto, por cuanto, en no pocas
ocasiones, se llegó a prohibir el hacer fuego por la noche, por el
peligro de que sirviera de guía a los espías enemigos. Proctor recuerda
cómo no es posible hallar arbustos algunos, con que hacer fuego, y que
la manera de hacer fuego, usada por los arrieros consiste en juntar
cantidad de bosta seca de mulas, que siempre hay en la senda. El día en
que las fuerzas de Las Heras se aproximaron a la cumbre, y a ella
ascendieron en la oscuridad, por temor a ser sorprendidos, prohibió ese
general el que se encendiera fuego, aun para preparar los alimentos. La
tropa sólo pudo contar con una ración de galleta y una porción de vino.
Gracias a las aguadas que se pudieron utilizar, y gracias a la leña, de
que iba provisto el ejército y a la bosta que había en los caminos,
sobre todo en los puntos más amplios de los mismos, usados como
corrales, el ejército cocinaba de ordinario su rancho. Todos los
comestibles fueron traídos desde Mendoza por la misma tropa y a lomo de
mula, o en las mochilas, y condimentada con grasa y ají picante. Con la
sola adición de agua caliente y harina de maíz tostado se prepara un
potaje tan agradable como substancioso. Sobre las mulas cargueras iban
3.000 arrobas de charqui, además de galletas de harina, maíz tostado,
vino, aguardiente, ajos y cebollas. Estos últimos tubérculos eran para
combatir el apunamiento o soroche. Las provisiones de quince días para
5.000 hombres ocuparon 510 mulas y las cargas de vino para ración
diaria, 113 mulas. Según Miller, el número de reses en pie, vacunos
todos ellos, llegaba a 483. A todos estos requisitos, a los que San
Martín tuvo que atender para el éxito de la arriesgada empresa, hay que
agregar otras necesidades, que habían de ser previstas y solucionadas.
Nada hemos hallado sobre el mal de ojos, causado por los fuertes rayos
solares, al reverberar éstos sobre la nieve, ni sabemos que este mal
afectara a los soldados de San Martín, como afectó a los de Jenofonte,
como éste refiere en su Anábasis o Expedición de los diez mil, y en caso
de haber dañado a la tropa, ignoramos de qué remedio se valieron los
médicos de la misma, pero sabemos que el frío atormentó terriblemente a
la tropa, no obstante toda la sabia y acertada previsión de San Martín.
Los frios eran intensísimos
En
las zonas cercanas a la cumbre, los días, según las horas y según la
ubicación en que se encuentra uno, son muy calurosos o muy fríos, y las
noches son frigidísimas siempre, tanto en las proximidades de la cumbre,
como lejos de ella. A quince y veinte grados bajo cero, llega el frío
en algunas noches de verano, y aún en pleno día. Y pensar que toda la
tropa, desde San Martín hasta el último soldado, tuvieron que dormir a
lo arriero, no una, sino muchas noches, usando por cama la montura, el
poncho y el jergón, y todo ello sobre el duro suelo. La nieve que
indefectiblemente cayó sobre ellos, algunas noches, fue un
reconfortante, como suele acaecer y la escena matutina debió ser de
singularísima en esas ocasiones, ya que el frío más intenso es el de las
primeras horas de la mañana, y todos los bagajes, cargas y armas
estarían cubiertos de nieve, y las aguas, y demás líquidos estarían
helados, y los animales ateridos de frío. Eric Krumm, que recorrió el
camino seguido por San Martín, describe lo que era el dormir y el
despertarse: “lo que más pena daba era el ver a los animales husmeando
en la nieve, en busca de pasto, con las “velas” de hielo colgándoles de
las crines, de la cola e incluso de las pestañas. La nevada continuaba
hasta alcanzar en algunos lugares a los 30 cms”. Digamos aquí que la
nieve borra las huellas y si no hay buenos baquianos es harto fácil el
extraviarse una caravana. El mismo Eric Krumm, que hizo la travesía en
1938 nos informa al respecto: “Las dificultades del camino aumentaron, a
medida que subíamos; los peones eran poco conocedores de la zona, y la
nieve había cubierto toda huella. Desde el pie de la cumbre hasta el
Portillo, a 4800 metros, había que repechar más de mil metros en una
cuesta sumamente peligrosa”. Para defender a sus soldados contra el
frío, adoptó San Martín dos medidas extraordinarias: el proporcionar a
la tropa zapatos que abrigaran bien los pies, y el distribuir a los
mismos, buena cantidad de alcohol, que le llevara calor al organismo. No
olvidó proveerlos de ponchos forrados y muy abrigadores, pero creyó que
lo más importante era un buen calzado, así para caminar por caminos
pedregosos, como para defenderse del frío. Con los desperdicios de cuero
de las reses, hizo construir tamangos o zapatones altos y anchos y los
hizo forrar interiormente con trapos y lana. En su bando del 17 de
octubre de 1816, ordenando recoger trapos de lana para forrar los
tamangos, manifestaba San Martín que ello era necesario “por cuanto la
salud de la tropa es la poderosa máquina que bien dirigida puede dar el
triunfo, y el abrigo de los pies es el primer cuidado”.
Abrigos hasta para las bestias
No
obstante todos estos medios, es indecible lo que debió sufrir la tropa,
sobre todo los hombres no acostumbrados a climas fríos. Digamos que
también se proveyó de protección a las bestias, contra las inclemencias
andinas. Proveyó a caballos, mulas y vacas de la llamada enjalina
chilena o abrigo forrado en pieles. Desechó los forrados de paja, por el
peligro de que las bestias los comieran, por falta de otra
alimentación. Como puede colegirse de todo lo dicho, aquellas veinte o
más noches cordilleranas debieron ser atrozmente terribles, y es posible
que más de un soldado hubiera desertado, si la soledad, la distancia y
el desamparo del yermo, no le hubiera impedido. El fenómeno, a haberse
realizado, no nos habría de extrañar, ya que aquella vida era
humanamente intolerable y el que lo tolerara un ejército de 5.000
héroes, fue un fenómeno inaudito. Caminar con suma fatiga, durante todo
el día y pasar veinte o más noches sin cuarteles, sin carpas, sin techo
alguno, hasta sin la más rudimentaria comodidad, en zonas frigidísimas,
bajo todas las inclemencias más bravías de los Andes, y todo ello sin
una queja, sin una deserción y sin una señal de descontento, es por
cierto un hecho único.
La Puna o el soroche
Pero a todas las
dificultades señaladas hay que agregar aún otra: los efectos de la puna o
soroche. El fenómeno es ciertamente terrible, ya que, aún en horas de
más normalidad, la fatiga es grande y las fuerzas casi nulas. Y no hay
adaptación alguna súbita, sino lenta de meses o años. Según el doctor
Eduardo Acevedo Díaz “recientes investigaciones afirman que el habitante
de las punas y de las altas cordilleras, es una variedad del hombre.
Sus pulmones son de amplia capacidad; en proporción al tamaño del
cuerpo, su corazón es de gran dimensión; el tórax es atlético; el pulso
es lento”. San Martín trató de aminorar las consecuencias de la puna,
propinando abundante ajo y cebolla a sus soldados, y facilitando el
camino a los atacados en mula. Escribe Espejo que “toda la infantería
iba montada hasta la primera noche de vivac en el descenso de la
cordillera, para precaver o disminuir la fatiga que el soroche produjera
en la tropa. No obstante esto, entre los artículos de la proveeduría,
se llevaban cargas de cebollas, de ajos y de vino para racionar la tropa
en las jornadas peligrosas, que la experiencia ha enseñado ser
antídotos poderosos que de ordinario precaven el mal o lo curan”. Como
es de suponer, ni ese antídoto, ni el hacer que la infantería montara
las mulas, salvó a la tropa de los graves males y aun de males mortales.
El proveer a los soldados de mulas, sobre que montar, a lo menos en los
trayectos más expuestos a la puna, era una buena medida, pero esta
medida no fue tan eficiente como podría creerse, ya que suponía el
ensillar y desensillar, labor que en las alturas se hace poco menos que
imposible para los afectados por la puna. Lo cierto es que, como
escribía San Martín a Miller, “la puna atacó a la mayor parte del
ejército, de cuyas resultas perecieron varios soldados”. Bajo los
terribles y angustiosos efectos de la puna, aquellos hombres no sólo
tenían que ensillar y desensillar; tenían que llevar el peso de su ropa,
mochila cargada, armas y municiones, y tenían que cargar con parte del
menaje de cocina, y tenían que conducir las arrias de mulas y las recuas
de ganado, y tenían que llevar a pulso unas veces y, sobre zorras,
otras veces, ya subiendo con cabrestantes, ya bajando por medio de los
mismos, las pesadas zorras y los pesadísimos cañones. Eran 500 los
milicianos que tenían a su cargo esa labor, pero fue menester que todo
el ejército participara en ese acarreo, ya que los vehículos, fabricados
para el transporte, así de la artillería, como del puente y de los
cabrestantes, no sólo resultaron inútiles, en dos tercios del camino,
sino que el acarreo de los mismos resultaba otra pesada carga.
Los milicianos con las zorras
Había
caminos por los que era absolutamente imposible arrastrar la
artillería. San Martín no ignoraba esta realidad y así se explica el que
hiciera retobar todas las piezas con cueros vacunos, así para que no se
deterioraran en la posibles caídas y golpes, como para poder sujetarlas
más fácilmente con cuerdas y sogas, y poder así llevarlas alzadas sobre
el suelo, en los caminos estrechos, y para poder descenderlas y
subirlas con cabrestantes en los pasos difíciles. Por el camino de
Uspallata, el más corto y el menos arriesgado de los caminos seguidos
por el ejército de los Andes, se llevaron así 16 cañones de calibres
diversos, según refería después San Martín y nos informa, además, que
“eran conducidas por 500 milicianos con zorras y mucha parte del camino a
brazo y con el auxilio de cabrestantes para las grandes eminencias” ,
así para subirlas como para bajarlas. Es imponderable lo que estas
operaciones exigían de hombres cansados y fatigados, sobre todo en las
cercanías de la cumbre, cuando la puna los tenía a todos ellos, con
poquísimas excepciones, desalentados, medio asfixiados, con terribles
dolores de cabeza y de oídos, con angustias en todo el diafragma,
incapacitados de agacharse y aun de subir una pendiente suave, casi
plana. A excepción de muy pocos, no eran hombres habituados a esas
alturas.
Puente armable y desarmable
Para cruzar los ríos
colmados de agua, fue necesario llevar un puente, armarlo y desarmarlo
cada vez que se usara. Era un puente de maronas, de una extensión de
cuarenta metros, utilizable en todos los pasos difíciles, sobre todo en
el cruce de ríos cajones. Los milicianos tuvieron que cargar también con
el traslado de dos anclotes. “Se llevaban, escribe Espejo, para suplir
las funciones de cabrías o cabrestantes en los grandes precipicios,
adhiriéndose aparejos o cuadernales de toda clase o potencia, según los
casos”. Espejo indica que no fue necesario usar los anclotes para salvar
los cañones, aunque sí para salvar la carga de las mulas, que caían a
los abismos menos profundos, pero sabemos por Beltrán que en las
cortaderas un cañón rodó al abismo y fue rescatado sin otros perjuicios
que la ruptura del eje y que más de treinta cargas fueron igualmente
rescatadas. No nos consta, pero suponemos, que en puntos de ascenso tan
marcados como los de Picheuta y Puente del Inca, y en descensos tan
vertiginosos como el de Caracoles, si no los anclotes, ciertamente las
cabrías debieron de ser sumamente serviciales. Tan empinado es el
ascenso hasta la cumbre como precipitado el descenso, una vez pasada la
misma. Las ochenta y seis vueltas cerradas en la cuesta de los Caracoles
“parecen estrangular el camino entre el abismo y la montaña”, y por eso
debió ser “penoso el descenso de la columna del general Las Heras”. No
hay que olvidar que para pasar por el llamado Paso de la Iglesia, tuvo
que subir novecientos metros más arriba del túnel, que ahora utilizan,
así los trenes como los autos.
El oasis de los manantiales
Después
de referir cómo inició él el viaje el día 5 de febrero de 1939, escribe
que, al siguiente día, llegó a las cercanías del río Patos, a un
andarivel o camino-cornisa, sobre la estrechura llamada Paso de San
Martín. “De aquí en adelante, -agrega Krumm-, el camino tendría un nuevo
interés y una nueva emoción; recorrer la huella del genio de América.
Nos detuvimos medio día en Las Hornillas y al amanecer del siguiente
continuamos nuestro viaje hacia el sud. Después de cruzar el arroyo
Aldeco y bordeando varios cerros de pendientes escarpadas, llegamos,
luego de seis leguas de marcha, a una amplia planicie llamada
Manantiales, el lugar elegido (por San Martín) para establecer el
depósito de aprovisionamiento de víveres, reposición de ganado y
evacuación de heridos y enfermos, a cargo de 50 hombres durante la
campaña de 1817. En las vegas de buen pasto que lo circundan se ubicaron
las reses, destinadas al mantenimiento de la tropa. “De Manantiales, el
camino toma francamente la dirección Oeste, remontando el río de Las
Leñas, enfrentando la cordillera de La Ramada. El camino se estrecha, y
la marcha se hace pesada. Durante todo el trayecto hay pasto y leña en
abundancia, no así en La Fría, donde hacemos alto a las 16 hs., después
de recorrer cinco leguas desde Manantiales. “La falta de leña se
convirtió en un serio problema, pues no teníamos con qué hacer fuego
para calentar una pava para el mate. Removiendo el suelo, encontramos
algunas “galletas” de vacuno y pedazos de esas raíces llamadas “cuerno
de cabra”, con lo que resolvimos el problema. “Las dificultades del
camino aumentaron, a medida que subíamos; los peones eran poco
conocedores de la zona y la nieve había cubierto toda huella. Desde el
pie de la cumbre hasta El Portillo, a 4.800 m., había que repechar más
de mil metros en una cuesta sumamente peligrosa. Poco antes de llegar a
la cumbre divisamos abajo a nuestro compañero y a un peón que nos hacían
señas. “Llegamos finalmente al Portillo. Eran las 15 horas, y un sol
radiante iluminaba el panorama, mientras hacia atrás, abajo, se deshacía
la tormenta. El espectáculo, que desde allí se ofrece a la vista,
escapa a todo adjetivo. Vecino nuestro casi a nuestro lado, se levanta
majestuoso el Alma Negra (6.400), más allá el extenso glaciar de La
Mesa, a nuestros pies una muchedumbre de cerros menores bajo un manto de
nieve, como si la cordillera se hubiese puesto su traje de vía para
recibirnos. Al oeste, recortados sobre el horizonte, un sin fin de
picachos señalan el cordón fronterizo. A nuestra izquierda el Cordón de
los Amarillos, y frente nuestro, al sud, la mole gigantesca del
Aconcagua.
“Por aquí pasó el General San Martín”
“Sobre el
Portillo, fija a una enorme piedra, una placa de bronce recuerda la
gesta memorable. En ella leemos: “Centenario del Ejército de los Andes.
Por aquí pasó el General San Martín, con las Divisiones Vanguardia y
Reserva, al mando de los Generales Soler y O’Higgins, febrero de 1817.”
Una indecible emoción nos embarga. Sólo los que han vivido en la
intimidad ruda y bravía de la cordillera y más especialmente aquellos
que una vez sintieron detenerse el aliento y achicarse el corazón,
sorteando el Espinacito, pueden valorar en toda su magnitud lo épico de
la hazaña. Por esa misma cuesta pasaron miles de hombres hace más de un
siglo, animados por un único ideal: la Libertad; por un único amor: la
Patria. Por allí quedaron sembradas a lo largo de la huella millares de
osamentas de aquellas sufridas y heroicas mulas cuyanas, que, agotadas
por el esfuerzo, rindieron su vida y que aún esperan el momento que
recuerde su contribución anónima a la libertad de Chile. “Allí la noche
sorprendió a O’Higgins, el héroe de Rancagua, mientras la mitad de su
tropa marchaba a pie por la empinada ladera en medio de un frío glacial.
Iniciamos el descenso por uno de los pasos más peligrosos de la
cordillera. Causa asombro pensar que por allí desfiló todo un ejército,
sin perder ni un hombre ni una carga. Nuestros animales se enterraban
hasta la panza en algunos lugares en que la nieve se había acumulado,
obligándonos a desmontar. El Espinacito es precisamente eso, un
espinazo, sobre cuyo filo, obstruido por piedras, y penitentes, teníamos
que marchar, mientras a ambos lados acechaba el abismo.” Es equivocado
creer, como se dice generalmente en los libros de texto, que para
conocer los pasos cordilleranos, envió San Martín con ese objetivo a
Alvarez Condarco, y que, basado en los datos que pudo traer, “atesorados
en su memoria, que debió ser prodigiosa”, se efectuó la campaña. San
Martín conocía la cordillera tanto como Alvarez Condarco, ya porque
obraban en su poder mapas y planos, ya porque pudo proveerse de buenos
baquianos que conocían la cordillera palmo a palmo, ya porque él mismo
personalmente había penetrado por el macizo andino, en varias ocasiones.
Así para conocer los puntos por donde podría acaecer una invasión
realista sobre Mendoza, cosa que San Martín consideró ya como una
realidad en el verano 1815-1816, como para conocer de vista la
cordillera, hizo en junio del primero de esos años un viaje a San Juan y
exploró los caminos que desde esta ciudad conducen a Chile. En mayo y
junio del siguiente año exploró los boquetes más cercanos a Mendoza,
habiendo insumido unos días en una de esas entradas. Alvarez Condarco,
como ingeniero pasó tal vez a Chile por Uspallata, y regresó por Los
Patos, pero sólo para anotar cartográficamente los alrededores de
Chacabuco. Con anterioridad a él, había San Martín destacado al Teniente
José Aldao, con análoga misión. Llegó éste hasta el Juncalillo,
conforme escribía desde él mismo a San Martín, con fecha 14 de Marzo de
1816.
Un solo mapa impreso de la cordillera
San Martín, poseía
además algunos planos de la cordillera, y uno, hecho a base de ellos,
debió ser el que envió él a Pueyrredón, y al que éste se refería en
carta del 24 de enero de 1817, si es que el término “plano” no equivale a
proyecto. A lo menos para el Paso de Uspallata pudo contar San Martín
con un plano bastante discreto, como es la Carta Esférica de la parte
interior de la América meridional para manifestar el camino que conduce
desde Valparaíso a Buenos Aires, construido por las observaciones
astronómicas que hicieron en estos pasajes en 1794 Don José de Espinosa y
Don Felipe Bauzá, Oficiales de la Real Armada, en la dirección
Hidrográfica. Es éste el único que conocemos, anterior al cruce de los
Andes por San Martín y que pudo serle de alguna utilidad. Consta
positivamente que no conocía el General en Jefe plano alguno de la
cuesta de Chacabuco, a lo menos con los detalles que creía
imprescindibles, y que, antes de la batalla de ese nombre, los
ingenieros Arcos y Alvarez Condarco pasaron los días 10 y 11 de febrero
levantando un croquis de las serranías, a cuyo efecto contaron con la
protección de varias guerrillas de infantería y caballería. Los
baquianos, conocedores de toda la ruta, eran pocos, siendo uno de ellos
un tal Francisco Oros. Los más sólo conocían algunos sectores. Esto
obligó a establecer, como escribe Ornstein “un servicio escalonado de
baquianos”. Pero aunque poseyera los mejores mapas ahora existentes, y
aunque contara San Martín con los más avezados baquianos, no ignoraba
que unos pocos soldados enemigos, estratégicamente colocados en los
pasos más difíciles de la cordillera, podían deshacer y aniquilar al más
numeroso y poderoso ejército, y por eso, antes de emprender la marcha,
realizó una sagacísima guerra de zapa (guerrilas), persuadiendo al
enemigo que invadiría por el norte y por el sur, esto es, por Paso
Guana, que sale algo al sur de Coquimbo y La Serena, y por el Paso del
Planchón, que sale en un punto entre Curicó y Talca, y por esos lados
envió algunas tropas. Sólo despistando así al enemigo pudo llevar el
grueso del ejército por el Paso de Los Patos y enviar una fuerte
división, con toda la artillería por el Paso de Uspallata. De no haber
desorientado así al enemigo, que contaba con 5.020 hombres y 30 piezas
de artillería, el ejército patrio había tenido que pasar lances muy
peligrosos.
Como se aprovisionó el Ejército de los Andes
Pueyrredón,
que era Director Supremo, y el Congreso de Tucumán, o éste por medio de
aquél, pudo proporcionar a San Martín algunos recursos en dinero, pero
las arcas estaban exhaustas y sabía muy bien el gran soldado que había
él de ingeniarse para allegar cuanto podía ser necesario, y tuvo la
habilidad, después de ganarse las simpatías de las poblaciones cuyana,
en especial, las de los mendocinos, de allegar cuanto le era necesario.
Se conservan los originales de algunos de sus pedidos o de sus órdenes,
correspondientes a los postreros meses de 1816 y enero de 1817: “En la
necesidad de apelar únicamente a los recursos de esta benemérita Capital
(Mendoza) y demás pueblos de la provincia, casi para la mayor parte de
los auxilios de Ejército, pongo en la consideración de V.S., que debe
exigirse al vecindario, 1.000 recados o monturas completas de regular
uso y el mayor número posible de pieles de carnero, ponchos, jergas,
ristras o pedazos de éstos, pues no importa que sean viejos. Pueden
admitirse recados, aunque les falte freno, con tal de que tengan
riendas”.- Junio 7 de 1816. “Se necesita exigir del vecindario 1.000
monturas y cantidad indefinida de jergas y ponchos para el ejército”.-
27 de Septiembre de 1816. “Espero que V.S. se sirva dictar sus
providencias para que se recojan 700 camisas, 715 pares de pantalones de
bayetilla y 200 bolsas de lonilla para cartuchos de cañón que se ha
repartido entre el vecindario para que las cosa”. - Septiembre 27 de
1816. “Relación de los enseres y útiles que se han entregado al Ejército
de los Andes en la fecha: 795 cueros de carnero 209 lomillos 116
cinchas 33 pares de riendas 291 ponchos 74 jergas 43 frazadas 26 badanas
blancas 11 piezas de lienzo azul o tucuyo 1 pieza de brin 40 barras de
picote o bayeta blanca 58 hachas 18 piedras de afilar.”
Mendoza,
octubre 3 de 1816. “Para la mantención de las cabalgaduras, arreas y
ganados vacunos que debe servir al Ejército, se necesitan 1.200 cuadras
de alfalfa, además de las 315 que ya posee el Estado. Espero que V.S. se
sirva tomar las disposiciones del caso para que el vecindario nos
provea de éste importante auxilio”.- 10 de octubre de 1816. “Una sección
del Hospital Militar necesita, por lo menos, dos baños, que pueden
hacerse con una pipa (tonel). Espero que V.S. se sirva exigirla de
donativo”.- octubre 16 de 1816. “Para cumplir la promesa hecha al
Cacique Pehuenche Nancuñan de una media levita de pañete encarnada, con
un galón, espero que V.S. se sirva mandar construirla por cuenta del
Estado”.- 16 de octubre de 1816. “Para acampar las tropas que vienen de
Buenos Aires, he dado al campo la capacidad que permiten nuestros
apuros, pero necesitamos gran cantidad de totora; espero se sirva pedir
al vecindario cuantas arrias tenga para su conducción”.- octubre 8 de
1816. “Para los trabajos de la Maestranza, se necesita gran cantidad de
becerros. Espero que V.S. se sirva disponer la entrega de todos los que
halla almacenados en la Aduana”.- noviembre 8 de 1816
“Tres
piezas de paño azul que hay en la Aduana, se necesitan para vestuario de
la tropa. Espero la orden de V.S.”.-noviembre 12 de 1816. “Don Joaquín
Sosa, dueño de famosos potreros, no tiene hacienda que los tale; sírvase
exigir, de este patriota, todo lo que tuviere para las arrias del
Ejército”.-noviembre 13 de 1816. “Espero que V.S. imparta las órdenes
necesarias para que todas las carnicerías de la ciudad y suburbios
lleven, a la Maestranza, todas las astas de las reses que matan”.-
noviembre 14 de 1816. “Sería oportuno exigir de los comerciantes toda la
orilla de las piezas de paño que tuvieren para aplicárselas a tirantes
de los 2.000 pares de alforjas que se han construido para el
Ejército”.-noviembre 21 de 1816.
“Recuerdo a V.S. la necesidad de
acopiar el mayor número posible de los desperdicios de jergas, ponchos,
pieles de carnero y demás artículos aparentes para el auxilio de la
tropa en su marcha por la cordillera”.- noviembre 1º de 1816. “Se
necesita tomar a flete doce carretas para conducir el carbón de Jocolí
para la Maestranza, necesidad que pongo en consideración de V.S.”.-
diciembre 4 de 1816. “Se necesita coser, a la brevedad posible 500
camisas, cuyos cortes envío a V.S., para que se sirva repartir el
trabajo entre el vecindario”.- diciembre 19 de 1816. “Calculadas las
cargas de municiones, resulta que hay un déficit que V.S. se servirá
integrar, exigiendo por mitad a las provincias de San Juan y
Mendoza”.-diciembre 20 de 1816. “No hay pasto para la tercera parte del
ganado. Ruego a V.S. se sirva ordenar que todos los potreros se pongan
al servicio del Estado hasta la partida del Ejército”.- diciembre 24 de
1816. “Sírvase V.S. mandar recoger toda la piedra pómez que haya en éste
vecindario para la limpieza del armamento”.”(nota).-Si en las casas hay
destiladeras rotas, serían muy útiles para el mismo fin”.-diciembre 26
de 1816. “Urge acopiar cuanta cebolla hubiera en Mendoza, para proveer
al Ejército, como medio de combatir la puna”.- diciembre 28 de 1816.
“Si, como lo espero, entramos felizmente a Chile, en cualquier provincia
la explotación de minas exigirá gran cantidad de azogue, artículo que
no posee aquel país. San Luis lo tiene, por lo que espero que V.S.
imparta órdenes para que, trayéndolo a esta capital, esté listo para
pasarlo a Chile”.- enero 10 de 1817. “Quedo impuesto de haber llegado a
San Juan 340 cueros de los 400 que habían pedido”.- enero 10 de 1817.
“El Ejército necesita, para sus muchos servicios, un número considerable
de carretillas; por esto sírvase V.S. dictar las órdenes para que todas
las que halla, del comercio o de particulares se pongan a disposición
del Comando de Artillería, hasta el día de mañana”.- enero 10 de 1817.
“Espero que V.S. se sirva exigir a la Compañía de mineros de esta
ciudad, por vía de préstamo, todas las herramientas que tuviese para los
trabajos del Ejército”.- enero 12 de 1817.
En cumplimiento de
esta orden se entregaron: 14 combas, 72 barrenos, 47 cuñas, 6
toquiadores, 8 barrotes. “La ordenanza herramientas que ocupa el Ilustre
Cabildo, debe reunirse al Ejército. V.S. se servirá ordenarlo así”.-
enero 17 de 1817. “La confección de harina tostada y galleta fina no
debe cesar en este mes y en el que entra. V.S. se servirá ordenarlo
así”.-enero 24 de 1817.
San Martín y las Provincias de Cuyo
Tres
meses antes de emprender el cruce de la cordillera escribió San Martín
esta carta al entonces Director Supremo, Juan Martín de Pueyrredón: “Un
justo homenaje al virtuoso patriotismo de los habitantes de esta
provincia, me lleva a interrumpir la bien ocupada atención de V.E.
presentándole en globo sus servicios. “Dos años ha, que paralizado su
comercio, ha decrecido en proporción su industria y fondos, desde la
ocupación de Chile por los peninsulares. Pero como si la falta de
recursos le diera más valentía y firmeza en apurarlos, ninguno han
omitido, saliendo a cada paso de la común esfera. “Admira en efecto, que
un país de mediana población, sin erario público, sin comercio, ni
grandes capitalistas, faltos de maderas, pieles, lanas, ganados en
muchas partes y de otras infinitas primeras materias y artículos bien
importantes, haya podido elevar, de su mismo seno, un Ejército de 3.000
hombres, despojándose hasta de sus esclavos, únicos brazos para su
agricultura, ocurrir a sus paras y subsistencia, y a la de más de mil
emigrados: fomentar los establecimientos de Maestranza, laboratorios de
salitre y pólvora, armerías, parque, sala de armas, batán, cuarteles,
campamento; erogar más de tres mil caballos, siete mil mulas,
innumerables cabezas de ganado vacuno; en fin, para decirlo de una vez,
dar cuantos auxilios son imaginables y que no han venido de esa capital,
para la creación, progreso y sostén del ejército de los Andes. No haré
mérito del continuado servicio de todas sus milicias en destacamentos de
Cordillera, guarniciones y otras muchas fatigas; tampoco de la tarea
infatigable, e indotada de sus artistas en los los obrajes del Estado.
En una palabra, las fortunas particulares casi son del público: la mayor
parte del vecindario sólo piensa en prodigar sus bienes a la común
conservación. La América es libre, Señor Excmo.; sus feroces rivales
temblarán, deslumbrados, al destello de virtudes tan sólidas. Calcularán
por ellas, fácilmente, el poder unido de toda la Nación. Por lo que a
mí respecta, conténtome con elevar a V.E. sincopadas, aunque
genuinamente, las que adornan al pueblo de Cuyo, seguro de que el
Supremo Gobierno del Estado hará de sus habitantes el digno aprecio que
de justicia merecen; “Dios guarde a V.E. Cuartel general de Mendoza.- 31
de octubre de 1816.- José de San Martín”.
El Cuartel General y el Estado Mayor
Antes
de proseguir en esta relación de un hecho tan bravío y tan
trascendental en la historia de la revolución americana, recordemos cómo
quedó constituido el Cuartel General, el Estado Mayor de este ejército.
CUARTEL GENERAL: Comandante en jefe del ejército: Gral. José de San
Martín Comandante del Cuartel General: Gral. Bernardo O’Higgins
Secretario de guerra: Tte. Cnel. José I. Zenteno Secretario particular:
Capitán Salvador Iglesias Auditor de guerra: Dr. Bernardo de Vera
Capellán general castrense: Dr. Lorenzo Güiraldes Edecanes: Cnel.
Hilarión de la Quintana, Tte. Cnel. Diego Paroissien y sargento mayor
Alvarez Condarco Ayudantes: Capitanes: Juan O’Brien, Manuel Acosta, José
M. de la Cruz y Tte. Domingo Urrutia. ESTADO MAYOR: Jefe del estado
mayor: Gral. Miguel E. Soler 2º jefe del estado mayor: Cnel. Antonio
Luis Berutti Ayudantes: Sargento mayor Antonio Arcos, capitán José M.
Aguirre y teniente Vicente Ramos Oficiales Ordenanzas: Alférez Manuel
Mariño, tenientes Manuel Saavedra y Francisco Meneses y subteniente
Félix A. Novoa Comisario general de guerra: Juan Gregorio Lemos Oficial
1º de comisaría: Valeriano García Proveedor general: Domingo Pérez
Agregados al estado mayor: Tenientes coroneles: A. Martínez, Ramón
Freire y José Samaniego, y sargentos mayores Enrique Martínez y Lucio
Mansilla. No lamentamos, antes celebramos, el haber consignado esta
larga lista de nombres, pues son los de aquellos hombres que realizaron,
al lado de San Martín y bajo su égida, la más hazañosa empresa militar
de que se tiene noticia. Era de justicia el recordarlos, por lo menos a
los más destacados de entre ellos.
Fuerzas de línea
Hombres
Batallón Nº 1 de Cazadores: 560 Batallón Nº.7 de línea: 769 Batallón Nº 8
de línea: 783 Batallón Nº 11 de línea: 683 Batallón de Artillería: 241
Regimiento de Granaderos a Caballo: 241 Total: 3.778
SERVICIO Y
TROPAS AUXILIARES: Cuerpo de barreneros de minas: 120 Destacamento de
baqueanos: 25 Escuadrón de milicianos (custodia de bagajes): 1.200
Sanidad (hospital volante): 47 Total: 1.892 Concluimos entonces que el
gran total era de 5.423 hombres, cifra que se descompone en: - 3.778
soldados combatientes, - 1.892 auxiliares, - 207 oficiales, de los
cuales 28 eran jefes, y 3 generales - 15 empleados civiles. En cuanto al
material de guerra, había en 1817: ARTILLERIA DE CAMPAÑA: diez cañones
montados y cuatro inservibles, en Santiago. ARTILLERIA PESADA: ocho
cañones reforzados, traídos de Lima. Además, se disponía de los cañones
de la fortaleza. Otro material: cuatro piezas en el Valle y once en
Talca, todas en muy buen estado. Municiones y pertrechos: concentrados
en Talca y Talcahuano los del sur, y en Santiago los del centro. En
Coquimbo y La Serena existían también algunas dotaciones.
Las seis expediciones militares
Como
es sabido, fueron seis las rutas de invasión, dos primarias y cuatro
secundarias. El grueso del ejército o columna de Soler tomó la ruta
llamada corrientemente de Los Patos. Abrió la marcha desde el Plumerillo
el 19 de enero, tomó por Jagüel, Yalguaraz, Río de los Patos, salvó el
alto cordón del Espinacito por el paso homónimo, situado a 5.000 metros.
El 2 de febrero inició el paso de la cadena limítrofe por el Paso de
las Llaretas. Esta columna tropezó con las mayores dificultades, pues
fue preciso escalar cuatro cordilleras. La división de Las Heras siguió
por el camino llamado de Uspallata y el valle del río Mendoza; tras de
librar las acciones parciales de Picheuta y Potrerillos atravesó el
cordón limítrofe por los pasos de Bermejo e Iglesias el día 1º de
febrero. El 8, dando curso a las precisas instrucciones recibidas Las
Heras entraba triunfante en Santa Rosa, quedando establecida, en la
misma fecha, la reunión con la división principal que el día anterior
había salido victoriosa en la acción de Las Coimas. Para operar contra
la provincia de Coquimbo, partió de Mendoza un destacamento a las
órdenes del teniente coronel Cabot, en San Juan fue reforzado con una
partida de ochenta milicianos. La división de Cabot, tomó por Talacasto,
Pismanta y escaló la mole andina por el Paso de Guana. Luego de
promover la insurrección en aquella región trasandina y arrollar a sus
oponentes, el 15 de febrero entraba triunfante en Coquimbo. Por el
extremo norte, el ejército de Belgrano cooperó, destacando un
contingente de ochenta milicianos y cincuenta infantes dirigidos por
Zelada y Dávila. El 5 de enero salieron de Guandacol, desde donde
pasaron a Laguna Brava, efectuando la travesía de la cordillera
principal por el Paso de Come-Caballos; sorprendiendo a las avanzadas
realistas, el 13 de febrero, Copiapó caía en poder de los patriotas. Con
un pequeño contingente, el capitán Lemos debía invadir por el camino
del Portillo; sus instrucciones le prevenían “proporcionar las marchas
en términos que el 4 de febrero antes de romper el día, quede
sorprendida la guardia de San Gabriel, en el camino del Portillo”, y era
su objeto “hacer entender al enemigo que todo el ejército marcha por el
Portillo”.
Salvado este paso, practicó el cruce por la
cordillera por el boquete de Piuquenes; las malas condiciones del tiempo
le impidieron copar la fuerza enemiga, cual era su propósito y así ésta
pudo escapar. Posteriormente, Lemos se reunió con el resto del
ejército. Finalmente, por el Paso del Planchón pasó la fuerza del
teniente coronel Freire, quien partió el 14 de enero de Mendoza, siguió
por el camino de Luján, San Carlos y San Rafael, llegando el 1º de
febrero al paso del Planchón por el que franqueó la cordillera.
El avance de las fuerzas principales
Fue
el día 18 de enero de 1817 que la columna del entonces coronel Juan
Gregorio de Las Heras comenzó su marcha, desde el campamento del
Plumerillo, y contrariamente a lo que se había antes resuelto, la
artillería siguió a la retaguardia de esta columna. Se reconoció que por
Uspallata era más fácil el traslado de esas piezas pesadas, que por los
Patos. En Cunota pasó ese ejército la noche del 18 y del día 19,
reanudando al siguiente día la marcha. Cuatro días después se
encontraron con tropas realistas, y se sabía que, en Santa Rosa de los
Andes, había tropa prevenida y sobre las armas. Hubo un combate en
Potrerillos, y pasando por Picheuta, Las Polvaredas y Arrollo Santa
María, llegó a Las Cuevas el día 1º de febrero de 1817. El paso más
difícil en el cruce de la cumbre se efectuó de noche, “a la luz de una
luna esplendente” y en cinco horas se efectuó el bravo ascenso de 18
kilómetros, desde los 2.800 metros hasta los 3.800. Al poniente de la
Cumbre pasó varios días, como San Martín lo había dispuesto de antemano,
por medio de un chasque. Reanudó el avance, después de un triunfo
obtenido en Guardia Vieja. La división principal del ejército estaba
fraccionada en tres escalones, a las órdenes de Soler, de O’Higgins y de
San Martín, y había salido del Plumerillo, el día 19 de enero; continuó
en los siguientes, y en los primeros días de febrero los dichos cuerpos
franquearon las altas cumbres, no sin dar varios combates, en plena
cordillera como los de Achupallas y de las Coimas.
El grueso del
ejército llegó a San Andrés de Tártaro y el día 8 de febrero ocupaba la
población de San Felipe, donde se le juntó la división de Las Heras. El
cruce de la cordillera era ya una realidad, cual lo había planeado San
Martín, y el ejército argentino estaba ya en Chile, dispuesto a dar la
libertad al país hermano, asegurando así la suya propia y la de toda la
América. Terminemos estas líneas, recordando como Mitre nos dice que
“los escritores alemanes de la escuela de Federico, en una época (1852)
en que buscaban ejemplos y lecciones para su Ejército, consideraron
digno de ser estudiado el Paso de los Andes, como un modelo, deduciendo
de él enseñanzas nuevas para la guerra”, y observa que “la poca atención
que, en general se ha prestado al estudio de la guerra en América del
Sur, hace más interesante la MARCHA ADMIRABLE que el general San Martín a
través de la Cordillera de los Andes, tanto por la clase de terreno en
que la verificó, como por las circunstancias particulares que la
motivaron. En esta marcha, así como en la de Suwarof por los Alpes y la
de Peerofski por los desiertos de la Turannia (Turquestán), se confirma
más la idea que un Ejército puede arrastrar toda clase de penalidades,
si está arraigada en sus filas, como debe, la sólida y verdadera
disciplina militar. No es posible llevar a cabo grandes empresas sin
orden, gran amor al servicio y una ciega confianza en quien los guía.
Estos atrevidos movimientos de los caudillos que los intentan, tienen
por causa la gran fuerza de voluntad, el inmenso ascendiente sobre sus
subordinados y el estudio concienzudo practicado sobre el terreno en que
van a ejecutar sus operaciones, para llevar un exacto conocimiento de
las dificultades que presente y poderlas aprovechar en su favor, siendo
su principal y más útil resultado enseñarnos que las montañas, por más
elevadas que sean, no deben considerarse como baluartes inexpugnables,
sino como obstáculos estratégicos”.
Fuente: Guillermo Furlong S.J. (1899-1974)
http://www.fotolog.com/ejercitonacional
https://www.facebook.com/EJERCITO.NACIONAL.ARG
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