El 3 de junio de
1770 nace el Doctor y General Juan Manuel Belgrano. Fue un apasionado
por el progreso basado en la educación popular. Luego de graduarse de
abogado en España, fue secretario del Consulado de Buenos Aires y uno de
los miembros de la Primer Junta de Gobierno elegida el 25 de Mayo de
1810. Nombrado por ella jefe de un ejército expedicionario al Paraguay y
luego de otro al Norte, conoció la amargura de las derrotas y la
exaltación de los triunfos militares. Fue un ejemplo de virtud cívica y
de desinterés hacia los halagos de la fortuna. Falleció joven aún y en
la pobreza el 20 de junio de 1820, cuando se iniciaba una etapa de
anarquía en el país que habría de duras por décadas.
Después de la
batalla de Vilcapugio, el 1 de octubre de 1813, en que el ejército
patriota a las órdenes del General Manuel Belgrano fue derrotado por las
fuerzas realistas mandadas por Pezuela, el insigne creador de la
bandera, mirando con tristeza el campo cubierto de cadáveres, dijo estas
palabras a los restos gloriosos de lo que fueran sus brillantes
regimientos:
“¡Soldados: hemos
perdido la batalla después de haber peleado tanto; la victoria nos ha
traicionado pasándose a las filas enemigas en medio de nuestro Triunfo!
¡No importa! ¡Aún flamea en nuestras manos la bandera de la Patria!”
Iniciada la retirada tomó una serie de medidas tan acertadas que impidieron que prosperara la persecución realista.
El gladiador
vencido, consciente de su deber, se colocó a retaguardia acompañado por
dos ayudantes y un ordenanza, dio su caballo a un soldado herido y él se
terció el fusil y se colocó la mochila.
Al anochecer, la
tropa, cansada y con frío, ansiaba encender un cigarro, pero como se
había dado la orden de no hacerlo, por precaución, nadie osaba
quebrantarla. Belgrano, captando el deseo de sus hombres y deseando
ahorrarles un sufrimiento más les dijo sonriendo:
“Fumen, muchachos, que si a la luz de los cigarros viene el enemigo, encontrará pitadores que le darán para tabaco.”
Ese oportuno chiste
tuvo el efecto de la más vibrante arenga. Los golpes de los eslabones
contra los pedernales, las chispas que salpicaron la oscuridad y el
murmullo de satisfacción que recorrió las filas, dieron fe de que el
buen humor y el espíritu no habían decaído, a pesar de la desgracia de
la jornada.
Fuente: “Anecdotario Histórico Militar” de Juan Román Sylveira.
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